SIN ÁNIMO DE OFENDER / por Jorge Fernández
Foto: Erik Johansson
“… que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (San Juan 17:21)
(JORGE FERNÁNDEZ, 16/03/2017) Tenía apenas 18 años y llevaba solo un año desde mi conversión al Evangelio y mi bautismo en agua. Estaba en “el primer amor” y era feliz en la Iglesia Evangélica de Liniers, en Buenos Aires (Argentina), donde me congregaba. Entonces la Iglesia sufrió una dolorosa división y, el pastor, que había sido un verdadero padre espiritual para mí y para mi familia, fue presionado e injustamente obligado a renunciar.
Quizás por esta traumática experiencia de “iniciación”, en ciertas realidades eclesiales que hicieron trizas mi visión inocente e idealizada de la Iglesia, los pecados contra la unidad me afectan de manera especial y me producen, hasta hoy, cuarenta años después, profunda tristeza.
Quizás también por ello, la unidad de la Iglesia haya sido para mí un tema de interés y reflexión durante estas cuatro décadas de peregrinaje cristiano, que ocupa un grado superlativo en mi escala de valores y que, con todas mis flaquezas y debilidades, ha marcado siempre mi compromiso personal con el Señor y con Su Iglesia.
Hoy siento la necesidad de compartir en este espacio algunas de mis conclusiones sobre el tema, sin ánimo de ser exhaustivo, ni tampoco polémico, ya que se trata de un asunto complejo y lleno de matices sobre el que mucho se escribe y se opina.
Por el momento daré solo “tres pinceladas” sobre la cuestión. La primera, con esta entrega, en la que trataré de explicar por qué creo que “la unidad está muy minusvalorada” entre nosotros, los cristianos evangélicos. Luego, en otra entrega, daré mi opinión sobre lo que considero es “la principal amenaza” para la unidad. Y, por último, diré por qué creo que “la unidad está demasiado sobre-espiritualizada”.
La unidad está muy minusvalorada.
No cabe duda de que, lo que es hablar, en las iglesias evangélicas hablamos mucho sobre la unidad y su importancia para la Iglesia, especialmente cuando organizamos iniciativas relacionadas con la evangelización. Entonces, nunca falta una evocación a la oración de Jesús: “que sean uno, para que el mundo crea”. Sin embargo, el argumento no resulta suficientemente apelativo ni consigue reunir las voluntades esperadas en torno a un proyecto unido, casi nunca.
Y, vez tras vez, los pastores y líderes nos encontramos haciéndonos las mismas preguntas, “¿por qué es que otras confesiones religiosas, o movimientos sociales, consiguen reunir multitudes y llenar estadios con tanta facilidad, y a los evangélicos nos cuesta horrores juntar a dos mil o tres mil fieles para un acto de testimonio público y de expresión de unidad?”.
O, “¿por qué en un pueblo pequeño de 8.000 habitantes hay tres o cuatro iglesias locales de entre 25 y 50 miembros y no son capaces, ya no de fusionarse en una congregación de 300, pero al menos de colaborar juntas en proyectos de interés común, en lugar de competir y vigilarse con recelo, pendientes de las mismas ovejas?”.
O, “¿por qué el crecimiento numérico de las iglesias, muchas veces no se debe a la matemática espiritual de multiplicación, sino a la aritmética carnal de la división?”.
NO ES “NUESTRA” CREDIBILIDAD…
Creo que esto en parte se debe a que no entendemos, u olvidamos, el significado literal y expreso de esa oración del Señor, que es mucho más grave y trascendente de cómo con frecuencia lo interpretamos. La forma en que generalmente entendemos y comunicamos el sentido de esta oración, es más o menos así: “Si la sociedad nos ve unidos, seremos más creíbles que si se nos ve fragmentados”. También nos alentamos con la idea popular de que, “si trabajamos unidos, seremos más fuertes, crearemos sinergias y optimizaremos recursos”. Un concepto, este último, equivalente a la máxima universal de que, “la unión hace la fuerza”.
No hay nada de malo en ello. El problema es que, ese no es el motivo de la oración de Jesús. Lo que está en juego, cuando no guardamos ni expresamos la unidad, no es principalmente nuestra credibilidad como Iglesia, ni tampoco nuestra fortaleza o debilidad; lo que está en juego es “la credibilidad de Dios y de su Hijo Jesucristo”. “Para que el mundo crea que tú me enviaste”; así concluye la oración de Jesús. El mundo no puede creer en un Dios que, desde su punto de vista, se desentiende de las injusticias y del sufrimiento humano. ¡Cuántas veces oímos ese argumento en boca de los que no creen! Y es un argumento válido, que no debemos menospreciar así sin más, sin antes mirarnos en el espejo de la empatía, donde podemos ver cómo la sociedad nos ve: un cuerpo dividido y fragmentado, en el que es difícil reconocer la imagen del Hijo, enviado al mundo por el Padre para salvarnos.
Porque, reconozcámoslo, no siempre el problema es que el mundo sea “muy incrédulo”, o de que “no es el tiempo de Dios”, o de que “no tenemos Cielos abiertos”, o de que “oramos y ayunamos poco”... Es decir, de ninguna de esas cosas con las que tantas veces explicamos la falta de poder y de eficacia de nuestra evangelización. No se nos ocurre pensar que, cuando el mundo mira a la Iglesia, lo que ve no le induce a creer “que Dios ha enviado a su Hijo para salvar al mundo”. Y que, por lo tanto, “no ha mostrado especial interés ni ha hecho nada por una humanidad perdida y abandonada a su suerte”.
La oración de Jesús nos enseña, por lo tanto, que la unidad no es una “recomendación opcional”, sino un elemento fundamental sin el que es imposible evangelizar con eficacia, y así lo entendieron los apóstoles.
Pero, es mucho más que eso. Creo que, si comprendiéramos el dolor que producen al Padre nuestras peleas y divisiones, nos esforzaríamos mucho más por limar nuestras diferencias con verdadero temor de Dios. Un temor que, si somos honestos, en ocasiones brilla por su ausencia. Un temor que, si fuera mayor que nuestro orgullo y empecinamiento, nos empujaría a ir corriendo y reconciliarnos con nuestro hermano, “antes de presentar nuestras ofrendas ante el altar…”, antes de “que el adversario nos entregue al Juez”, como nos advirtió el Señor (Mt. 5:23-26).
¿Quiero decir con esto que todas las divisiones son evitables? Por supuesto que no. El mismo apóstol Pablo, reconviniendo a los cristianos de Corinto por este tema, reconoce una salvedad: “…oigo que hay entre vosotros divisiones; y en parte lo creo, porque es preciso que entre vosotros haya disensiones, para que se hagan manifiestos entre vosotros los que son aprobados” (1 Cor. 11:18-19).
Claro que hay situaciones extremas y excepcionales en las que el cisma es inevitable. Lo fue para Lutero, quien, como se sabe, no buscaba dividir a la Iglesia Católica, sino reformarla, como tantos otros. Pero Lutero hubo uno solo, y ocasiones que justificaran divisiones a lo largo de la historia, un puñado de ellas, quizás. Pero no es ese el tema de la reflexión que nos ocupa aquí.
Mi conclusión es que, si comprendemos el sentido de la oración de Jesús, nos daremos cuenta de que nuestras divisiones contribuyen más que ninguna otra cosa, a poner en entredicho la credibilidad de Dios ante el mundo.
Y ese… ese no es un asunto menor, como para tomarlo a la ligera.
Autor: Jorge Fernández
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