SIN ÁNIMO DE OFENDER / por Jorge Fernández
(JORGE FERNÁNDEZ, 23/03/2016) | Esta anécdota que les voy a contar, es una historia real que tuvo lugar hace aproximadamente 35 años, en una ciudad del norte de España.
Un misionero cristiano, de fe evangélica, conversaba con un lugareño sobre un tema que, por aquellos años, estaba entre los asuntos que más preocupaban a los españoles, junto con el terrorismo y el desempleo: las drogas. O, para ser más precisos: los drogadictos, un colectivo de personas que, por el rápido deterioro físico y moral causado por la heroína, y la amenaza que constituían para la seguridad y la convivencia, se habían convertido en los leprosos del siglo XX.
Aquel misionero, que se había instalado en la ciudad para iniciar una obra de acogida y asistencia a esos “leprosos”, quería saber cuál era la opinión que la gente del lugar tenía sobre la situación, así que, procurando no delatar sus intenciones, hizo a ese vecino, un señor de mediana edad natural de la ciudad, la siguiente pregunta:
-- “¿Y usted que piensa que habría que hacer con los drogadictos?”.
Salvando las distancias, creo que los dos espíritus que encarnaban hace 35 años aquel misionero y el lugareño, son los mismos que hoy se enfrentan, desde puntos de vista diametralmente diferentes, ante el drama de los refugiados... |
A lo que el vecino, señalando a la playa frente a la cual se encontraban, respondió:
-- “Yo a esos los metía a todos en un barco, los botaba aguas adentro y, ya en altamar, ¡los hacía volar con una carga de explosivos!”.
Gracias a Dios, aquel misionero pensaba diferente. Se llevó a un par de yonkis a su casa, les ayudó a pasar el síndrome de abstinencia, les habló de un Dios misericordioso y cercano que nos da una nueva vida en Cristo, y les animó a hacer por otros, lo mismo que él había hecho por ellos.
El resto es historia. Así nacía uno de los tres grandes centros de rehabilitación cristianos de España, que con los años asistirían eficazmente a decenas de miles de adictos a las drogas en nuestro país y, posteriormente, extenderían su labor altruista a decenas de países del mundo.
Recordaba esta historia en estos días, cuando observaba el contraste entre la acción humanitaria de algunas organizaciones hacia los refugiados --sobre todo, de muchas iglesias y oenegés cristianas que están desde el principio de la crisis en primera fila, asistiendo a cientos de familias en sus necesidades más elementales--, frente a la indiferencia, la insolidaridad y el rechazo manifiesto por parte de las instituciones y los Estados de la UE, con el apoyo cómplice de una mayoría silenciosa de ciudadanos, paralizados por el egoísmo y por el miedo.
Unos, hablando con ternura a los refugiados del amor de Cristo y mostrándoles con su presencia comprometida, con su ayuda material y con sus gestos, la autenticidad de ese amor; los otros, acordando un pacto de expulsión chapucero e ilegal, como única respuesta a la situación desesperada de esas pobres familias, que malviven sobre el barro, sin comida, mientras ven como sus pequeños hijos enferman descalzos bajo la lluvia.
Salvando las distancias, creo que los dos espíritus que encarnaban hace 35 años aquel misionero y el lugareño, son los mismos que hoy se enfrentan, desde puntos de vista diametralmente diferentes, ante el drama de los refugiados.
Unos, en armonía con el espíritu de Cristo, les acogen y asisten. Otros, les botan lejos, entregándoles a una muerte segura… sea a una muerte física, o a una muerte anímica y espiritual de imprevisibles consecuencias.
Quiera Dios que, en estos días, cuando la Cristiandad celebra en todo el mundo los acontecimientos que rodearon a la muerte del Hijo de Dios en la humillante Cruz del Calvario, los verdaderos cristianos seamos capaces de reflexionar sobre cuál debe ser nuestra respuesta a los desafíos que afronta nuestra generación para, imbuidos del auténtico espíritu de Cristo, ser valientes y capaces de ir a contracorriente de "ese otro espíritu", y de los sentimientos y los procederes de aquellos que no conocen a Dios.
¡Qué así sea!
Autor: Jorge Fernández
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