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GRANDES ENIGMAS DE LA BIBLIA / por Máximo García Ruiz

El sacrificio de Isaac

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20160212-3

El sacrificio de Isaac, de Caravaggio (Florencia, 1603)

(MÁXIMO GARCÍA RUIZ*, 12/02/2016) | Lo narra, con todo lujo de detalles, el capítulo 22 del libro de Génesis: Dios ordena a Abraham que sacrifique a su hijo. La tradición islámica dirá que el sujeto del sacrificio era Ismael, el hijo primogénito; para los judíos se trata de Isaac, el hijo de la esposa, lo cual nos hace sospechar que se trata de una historia antigua transmitida oralmente, como era costumbre de la época, que fue tomando forma según la parte  por la que fuera difundida.

Por mucho que estemos familiarizados con el texto, y por mucho que conozcamos el final de la historia, en la que se desvela que el sacrificio no se llevó finalmente a cabo, no deja de sorprendernos y maravillarnos que tal situación se produzca y lo sea, precisamente, como una exigencia de Dios.

No cabe duda de que detrás de esta historia subyacen diversas enseñanzas, en especial la que tiene que
ver con la virtud de la
obediencia que en todo momento se atribuye a Abraham como
don personal que le caracteriza...

No cabe duda de que detrás de esta historia subyacen diversas enseñanzas, en especial la que tiene que ver con la virtud de la obediencia que en todo momento se atribuye a Abraham como don personal que le caracteriza, hasta el punto de estar dispuesto a sacrificar lo más querido, con tal de seguir lo que él consideraba que eran las indicaciones de su Dios. Ese es el trasfondo del tema expuesto, en un contexto en el que prevalece la falta de identidad religiosa del pueblo, no sólo en la época en la que se sitúan los hechos, sino en la que cobra forma escrita  la Torá, es decir, en el tiempo del cautiverio babilónico, una época en la que los líderes religiosos están procurando recomponer la historia y la identidad del “pueblo escogido”, tan diluida en el largo período en el que han permanecido expuestos a otras influencias religiosas durante los años de destierro (586-538 a. C.).

Abraham, el padre de la nación hebrea es, efectivamente, el prototipo bíblico de la obediencia y la fidelidad a Dios, y nadie mejor que él para escenificar un drama lo suficientemente conmovedor como para transmitir un paradigma nacional y un prototipo de ciudadano israelita ejemplar; un drama en el que resulta enternecedor el diálogo entre padre e hijo mientras suben al monte del sacrificio.

En cualquier caso, el tema no resulta ajeno a los  contemporáneos de Abraham ni a él mismo, ya que el sacrificio de los hijos a los dioses, especialmente de los primogénitos, era algo común entre los cananeos; y no sólo entre los cananeos, también otros pueblos como los fenicios y los cartagineses practicaban actos de tamaña brutalidad. Sí pudo resultar más impactante para los judíos del siglo VI, cuando tomó forma escrita la historia que ha llegado hasta nosotros, ya que para entonces esa costumbre no era algo tan cercano y familiar como en el tiempo en el que se sitúa. Es evidente que esa historia o leyenda pretendía, en todo caso, promover una conducta de fidelidad entre los integrantes del pueblo israelita.

La escena se enmarca, pues, en un ámbito pagano, con un lenguaje pagano y con una escenificación pagana, es decir, el mundo en el que vivió y del que formaba parte Abraham un “amigo de Dios”, un antropomorfismo coloquial que recuerda Santiago 2:23 y que mencionan 2 Cro. 20:7 e Isa. 41:8 que, en manera alguna, podemos tomar literalmente, ya que Dios es espíritu y nadie le vio jamás (cfr. Juan 4:24 y Juan 1:18). Abraham, obviamente, compartía la cultura  de los pueblos con los que convive, como lo demuestra, entre otros hechos, su relación con el rey-sacerdote Melquisedec (cfr. Gén 14), un personaje misterioso del que no se aclara cuál era su reino exactamente (“rey de Salem” que algunos identifican como “rey de Jeru-salem) ni de qué religión era sacerdote; tan solo que era sacerdote “del Dios Altísimo”. El resto de las cosas que rodean a Melquisedec están dentro de una nebulosa. Haciendo una metáfora curiosa, en la epístola a los Hebreos se identifica a Jesucristo como sacerdote según el orden de Melquisedec, lo cual tampoco tiene un sentido aparente, es más, tiene toda la pinta de ser una contradicción, ya que Jesucristo es más que sacerdote, ya que es reconocido como hijo de Dios, formando parte del mismo Dios. No obstante, la analogía puede apuntar al hecho de que Jesucristo, a semejanza del Sumo Sacerdote, intercede a favor de los pecadores arrepentidos.

La escena se enmarca, pues, en un ámbito pagano, con un lenguaje pagano y con una escenificación pagana, es decir, el mundo en el que vivió y del que formaba parte Abraham un “amigo de Dios”...

Tenemos razones suficientes para afirmar que, salvo la relación personal que se le atribuye a Abraham con Dios, ni él mismo, ni su familia, ni su clan, practicaron un culto diferenciado de las prácticas cananeas al uso en su época. Y aunque reconozcamos en Abraham al padre de la patria hebrea y, por ende, del judaísmo, en su época ni existe una nación sino una tribu familiar que acompaña al patriarca en su peregrinaje por tierras hostiles, ni consta la existencia de una religión judía propiamente dicha, que no aparece más o menos estructurada hasta el siglo VI, bajo el liderazgo de Esdras y otros dirigentes religiosos.

Pero volvamos al tema que nos ocupa. Resulta difícil aceptar que Dios mismo diera la orden de sacrificar al hijo de Abraham, aunque el autor se encarga de matizar que se trata de “una prueba” (vr.1) para aquilatar la fe y la obediencia del patriarca. Resulta sumamente agresivo identificar al Dios y Padre de Jesucristo con la imagen de un Dios que somete a un hijo amado (“amigo de Dios”), a una prueba tan asombrosa y agresiva a la sensibilidad humana. Dios no es un ser arbitrario y voluble, aunque algunos de los que se erigen en sus representantes e intérpretes pretendan en ocasiones someterle a sus caprichos o intereses personales o de grupo.

El texto indica que “Abraham se levantó muy de mañana” (vr.3). Puesto que la obediencia es inmediata, los exégetas deducen que recibió la orden por la noche, a través del sueño, siguiendo con ello la costumbre narrativa de Génesis. La revelación de Dios a través de los sueños está presente en el Génesis (20:3, 31:10, 31:24, 37:5, 40:5,41:1, 41:15) así como en otros muchos pasajes del Antiguo Testamento. Parece razonable que, si se encuentra alguna contradicción o se desprenden de esos sueños algún criterio diferente al perfil que de Dios tenemos a través de la revelación dada por Jesucristo, pensemos que se deban a la imperfección humana, no atribuible en ningún caso a Dios, quien emite mensajes que no siempre son percibidos correctamente por los hombres. Y si el cauce de comunicación es el sueño, los sueños no siempre son coherentes y clara e indiscutiblemente identificables.

Tal y como  llegamos a entender por medio de la revelación en Jesucristo, 
Dios no necesita sacrificios cruentos de animales y, mucho menos, de personas. “Los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad
” (Juan 4:23)

Tal y como  llegamos a entender por medio de la revelación en Jesucristo, Dios no necesita sacrificios cruentos de animales y, mucho menos, de personas. “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Juan 4:23). Si otra cosa parece expresar el texto del Antiguo Testamento es evidente que se trata de la percepción primaria y antropomórfica que tienen los protagonistas y/o los cronistas del relato sobre Dios, lo cual no invalida el hecho de que obedecer los mandamientos de Dios y las reglas que él mismo ha puesto, bien sean las recogidas en las Escrituras o las  transmitidas a través del lenguaje de la naturaleza, sea objetivo básico de los creyentes y suba hasta su trono como olor suave y agradable.

El propio Samuel, juez y profeta, afirmará más tarde: “¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1 Samuel 15:22), con cuya afirmación sale al paso de la conducta equivocada que continuaban practicando los hebreos tiempo después, que seguían confundiendo sacrificios con obediencia y amor. Tal vez Abraham, imbuido por una cultura religiosa en la que los sacrificios humanos eran la forma de dar satisfacción a Dios, identificó el sentido del sueño con lo que era práctica habitual entre sus coterráneos hasta que llega a entender su error y evoluciona en su conocimiento de la voluntad divina, no consumando el sacrificio.

Sea como fuere, la experiencia vivida por Abraham resultó valiosa a Israel y sigue siendo un referente para los cristianos, ya que afirma el valor de la obediencia a Dios como uno de los retos más destacados en la vida de un creyente.

Autor: Máximo García Ruiz*, Febrero 2016.


© 2016- Nota de Redacción: Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

20120929-1*MÁXIMO GARCÍA RUIZ, nacido en Madrid, es licenciado en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana, licenciado en Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en Teología por esa misma universidad. Profesor de Sociología y Religiones Comparadas en la Facultad de Teología  de la  Unión Evangélica Bautista de España (UEBE), en Alcobendas, Madrid y profesor invitado en otras instituciones. Pertenece a la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Ha publicado numerosos artículos y estudios de investigación en diferentes revistas, diccionarios y anales universitarios y es autor de 24 libros, algunos de ellos en colaboración.

 

 

 

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