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EN PERSPECTIVA / por Juan Manuel Quero

La Reforma Protestante como confesión vs la Reforma Protestante como razón y acción social (II)

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20150212-5

(JUAN MANUEL QUERO, 12/02/2015) | Las tensiones religiosas, en algunos aspectos, se parecen mucho a las políticas que se dan en diferentes contextos sociales. Uno de estos aspectos es el deseo de poder. Un poder que nada tiene que ver con el «poder del Evangelio». El beligerante deseo de poder es mezquino, y está arropado por el egoísmo individual o colectivo, que ciega al hombre en sus acciones, y que no solamente le aleja de la línea evangélica, sino que le lleva a deshumanizarse.

Este poder es el que resquebraja, no solamente la fe bíblica, sino que mancha cualquier proyección antropológica, que debería diferenciarnos de los animales. No deberíamos ser diferentes solo racionalmente,  sino por una moral, una fe auténtica, y un sentido de humildad. El mismo término «humano», del latín «humus», nos habla de esto.

En la enseñanza creacionista de la Biblia, el esfuerzo no se da en destacar una explicación científica de la forma en la que Dios crea, sino que más bien se enfatiza el hecho de que Dios es creador, y que su creación por excelencia es el hombre[1]; un ser creado a su imagen y semejanza

En la enseñanza creacionista de la Biblia, el esfuerzo no se da en destacar una explicación científica de la forma en la que Dios crea, sino que más bien se enfatiza el hecho de que Dios es creador, y que su creación por excelencia es el hombre[1]; un ser creado a su imagen y semejanza. Esto implica necesidad de sujeción y apego a Dios. Se destacan valores permanentes, pues del «humus» fue creado, en el sentido de ese polvo terreno, que se convierte en fértil y productivo, a pesar de recibir «lo más escatológico de la creación». Este es el concepto de «humildad», que coincide en su etimología con el del hombre, y que existe en las proyecciones más iluminadas de la Historia de la Humanidad.

Pero, como alguien dijo, el ser humano es el único animal que se deshumaniza. Un tigre no se «destigreza», ni un león se «desleoniza», pero la deshumanización, sí que es un concepto acuñado en el diccionario de la Real Academia Española. Aunque esto suele ocurrir por todos esos afanes de poder, lo cierto es que al final esto lleva al desastre, a la confusión, a la «torre de babel», al crimen físico, intelectual, espiritual y anímico. Son muchos los surcos dejados en la Historia de la Humanidad, donde los nacismos, la fe impuesta, --ultramontana o cesaropapista; o de cualquier signo de totalitarismo religioso--; así como el ansia de poder en distintos grados y enfoques, ha llevado a cometer genocidios de todo tipo, cosificando al ser humano, desde jerarquías envenenadas de  «poder».

Por lo tanto, hay que tener en cuenta que este es un «poder» muy diferente al que nos muestra el Evangelio. El poder del Evangelio se entiende perfectamente, desde una hermenéutica sencilla y adecuada. Dios es omnipotente, y nos muestra que el Evangelio es poder. Sin embargo, este poder es para amar, para bendecir, para servir; de forma que encuentra su culmen en el ser humano, cuando este se une a Dios, para colaborar en hacer de este mundo, sin exclusión de nadie, un mundo diferente, un mundo mejor, un mundo redimido.

El teólogo y pastor protestante Dietrich Bonhoeffer, sería uno de los teólogos de nuestra Historia Contemporánea, que volvería a constatar esta realidad. Su cristianismo no se podía vivir dando la espalda a las necesidades sociales. Formó parte del movimiento de resistencia contra el nacismo.

La Reforma del Siglo XVI no podía perder de vista este enfoque; y en el momento en el que lo hizo, el daño fue inmediato, y el testimonio nefasto. La religión no es un fin en sí misma, sea cual sea su teología; la iglesia en el sentido local, o más general, no puede tener su fin en sí misma. La Reforma iniciada en el Siglo XVI no tendría sentido si sus propósitos fuesen centrípetos, con finalidad en sí misma, pues sus inicios conllevaban un deseo genuino y bíblico, de apartarse de la deshumanización, --aunque esta tuviera tinte religioso--, y acercarse a una relación con Dios.

Los elementos del «poder humano» --en sentido deshumanizante--, se suelen identificar fácilmente: puestos en jerarquías destacadas con enfoques distorsionados e inútiles; acumulación de dinero y opulencia; soberanía y margen de acción amplia y sin objeciones, etc. Por ello, incluso dentro de la misma Reforma Protestante, había una «intrarreforma», necesaria y constante, que llegaría hasta nuestro tiempo. La fe no se podía supeditar a una jerarquía de poder y mando nacional o supranacional; en todo caso a una jerarquía funcional de servicio, cuyo fin tendría que ser transformar a este mundo por la gracia de Dios, pero no dependiente de políticas nacionalistas. Por ello se hablaría también de una Reforma Radical. Las teologías no podían servir de marco generador de jerarquías aislantes de la sociedad, que encasillaran a los feligreses y los sometieran, sin promover una relación personal y libre con Dios. Se podían dar, y se daban las organizaciones con solo un énfasis doctrinal, pero que no incidían «redentoramente» en la sociedad, ni en el ámbito personal.

A muchos les cuesta entender que pueda existir un cristianismo sin una religión. Pero efectivamente, en muchas ocasiones se puede notar una gran diferencia entre lo que es tener una relación con Dios, y tener una religión

La Reforma Protestante, se habría de dar con una trascendencia social, no solamente en lo doctrinal, sino en la lucha por procurar los recursos mínimos y suficientes para que el hombre fuese más hombre, más humano, procurando valores universales. La fe protestante conllevaría obras, y acciones sociales,  con el poder de atraer a otros, no por la fuerza, sino por la voluntad individual que tendría que procurar no solamente libertad, sino además medios y accesibilidad, para poder expresar esa libertad. Era necesario poder desarrollar tanto lo físico, como lo intelectual, además de todo lo referente a lo espiritual. Se lucharía para que estos medios fuesen para todos, y no solamente para los que enarbolaran una seña de identidad determinada.

QUERO

El teólogo y pastor protestante Dietrich Bonhoeffer, sería uno de los teólogos de nuestra Historia Contemporánea, que volvería a constatar esta realidad. Su cristianismo no se podía vivir dando la espalda a las necesidades sociales. Formó parte del movimiento de resistencia contra el nacismo. Estando en la cárcel seguiría escribiendo sentencias, que hoy son muy conocidas. Una de estas sería: «Jesús nos llamó, no a una nueva religión, sino a una nueva vida». Efectivamente, Bonhoeffer hablaría de un «cristianismo sin religión», lo cuál sería una reviviscencia de lo expresado ya, y vivido por aquellos protestantes que no se dejarían arrastrar por el poder de la religión, frente al poder de Cristo y del Evangelio. En nuestro tiempo, e incluso en foros educativos y universitarios, tampoco se entiende bien esta diferencia. A muchos les cuesta entender que pueda existir un cristianismo sin una religión. Pero efectivamente, en muchas ocasiones se puede notar una gran diferencia entre lo que es tener una relación con Dios, y tener una religión.


[1] Se utiliza aquí este término de forma inclusiva y general, pues es obvio que también nos referimos a la mujer.

 

Autor: Juan Manuel Quero

© 2015. Este artículo puede reproducirse siempre que se haga de forma gratuita y citando expresamente al autor y a ACTUALIDAD EVANGÉLICA. Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

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