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por MÁXIMO GARCÍA RUIZ

En torno a la aplicación del perdón. Implicaciones teológicas, sociales y jurídicas

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M. García

(M. GARCÍA RUIZ*, 17/01/2014) | Una de las peticiones del Padre Nuestro se centra en pedir a Dios perdón por nuestras deudas o, en el lenguaje de la versión moderna más depurada, La Palabra: “por el mal que hacemos”. En cualquier caso, hay un condicionante: “como también nosotros perdonamos a nuestros deudores (o bien, ‘a quienes nos hacen mal’)”.

El tema del perdón tiene profundas connotaciones teológicas, sin olvidar sus implicaciones sociales y jurídicas. La palabra perdón trasmite la idea de expiación, por lo regular relacionada con un sacrificio, como ocurre en el Antiguo Testamento. Desde el punto de vista teológico el perdón hace referencia al pecado, y pecado, en la acepción etimológica comúnmente aceptada, significa “no dar en el blanco, errar”. Ahora bien, el recorrido bíblico nos lleva a la idea de que pecar es infringir una ofensa a Dios, incumplir sus mandamientos en su sentido más amplio. Y este incumplimiento, de acuerdo con la enseñanza veterotestamentaria, lleva implícito un castigo: la expulsión del Paraíso, es decir, la interrupción de una relación personal con Dios.

Siguiendo con el trasfondo teológico, la forma de resolver la condena derivada del pecado se lleva a cabo mediante un acto de expiación. Es decir, borrar la culpa purificándose de ella por medio de algún sacrificio. Toda la enseñanza del Antiguo Testamento gira en torno a esa idea: la expiación de los pecados, hasta el punto de que la festividad más solemne y representativa del judaísmo llegó a ser precisamente la Fiesta de la Expiación. Y si avanzamos en el proceso de la revelación, llegamos al Nuevo Testamento y nos encontramos con que su núcleo central es, precisamente, la expiación que Cristo hace a favor de los pecadores. Uno de los verbos que se utilizan para expresar esta expiación es “remisión”; otras formas de expresarlo son “liberar” o “perdonar”.

Ahora bien, la concesión del perdón, de la liberación, de la remisión de pecados o de la expiación, se lleva a cabo mediante dos posible vías: una, pagando uno mismo el precio del rescate; dos, apropiándose el rescate pagado por otro; en el caso que nos ocupa, la redención hecha por Cristo a favor de los pecadores, se enmarca en el segundo caso. Llegados a este punto, observamos que, si bien el precio  para redimir la culpa ha sido ya satisfecho, su aplicación no se lleva a cabo urbi et orbi como si de una amnistía general se tratara, o de forma indiscriminada, sin tener en cuenta la actitud individual. La aplicación del perdón es selectiva, individualizada y precedida siempre por un acto de voluntad del propio individuo que la recibe; una voluntad que ha de expresarse mediante una solicitud consciente unida a un compromiso de no reincidencia (“vete y no peques más”, le dice Jesús a la mujer adúltera, de la misma forma como pudo decírselo al usurero Zaqueo o al digno Nicodemo). Se trata de un acto de gracia, un indulto, que es preciso granjearse mediante una actitud personal que exige una motivación expresa por medio de una solicitud personal concreta, y se pone de manifiesto porque existen muestras de arrepentimiento.

Decíamos, y así es, que el término perdón tiene, además, implicaciones sociales. Con motivo de la excarcelación de muchos presos que han sido causa de enorme sufrimiento a la sociedad, bien sea desde la delincuencia común unida a crímenes nefastos, o bien desde el terrorismo irracional de quienes cambiaron el lenguaje de las palabras por el de las armas para reivindicar sus aspiraciones políticas, la sociedad española ha reaccionado de forma airada expresando su repulsa a esas excarcelaciones, tanto por la repugnancia y el miedo que les produce volver a compartir los espacios públicos con delincuentes irredentos que no han mostrado ningún signo de regeneración ni arrepentimiento, como por considerar que el precio pagado con un número determinado de años de privación de libertad no es suficiente para compensar el daño causado.

Sin entrar en los discutibles y con frecuencia injustificables casos de indulto que concede el Gobierno a determinadas personas que han sido previamente condenadas por un juez, frecuentemente incomprensibles para la ciudadanía, podemos decir que la repugnancia y la indignación de amplios sectores de la sociedad al ver pasear por las calles de su ciudad a criminales no arrepentidos, son sentimientos justificados desde el punto de vista moral, pero se trata de emociones no medibles ni aplicables desde el tercero de los ámbitos que planteamos, es decir, desde el jurídico. La justicia divina es una y la humana es otra; los aspectos morales y éticos tienen una forma de ser medidos y los actos delictivos socialmente, otra; en una sociedad en la que se proclama la separación de la Iglesia y el Estado, una cosa es el espacio destinado a la/s religión/es y otra el que dirimen los estados legalmente constituidos en lo que a la aplicación de la justicia se refiere. Desde el punto de vista jurídico, el delincuente es condenado en aplicación de unas leyes que pueden ser más o menos justas, pero que son las que el juez tiene que aplicar y, una vez que el reo haya cumplido su condena, esté o no arrepentido del acto cometido, haya o no haya solicitado el perdón, la justicia no puede actuar de otra forma que no sea  poniéndole en libertad. Confundir estos espacios y envenenar con mensajes torticeros y manipuladores a la gente, es un flaco favor que se le hace a la sociedad, venga de donde venga.

La religión tiene un papel importante que cumplir entre los ciudadanos, contribuyendo a formar a las personas en valores éticos que coadyuven a crear una conducta moralmente aceptable y positiva. Pero debe dejar a los diferentes agentes sociales, sean políticos, jurídicos o culturales, que cumplan su cometido en absoluta libertad, conforme al marco legal que pueda conferir un estado democrático moderno. Y si de religión cristiana se trata, el marco para entender y aplicar el perdón, está claramente establecido: se pide a Dios el perdón del mal causado, con independencia de la restauración civil que fuere necesario hacer y las consecuencias derivadas del mismo, y se hace a partir de un sincero arrepentimiento, desde la disposición a aplicar esa misma actitud perdonadora a quienes nos han causado algún mal.

Autor: Máximo García Ruiz*, Enero 2014.


© 2014 - Nota de Redacción: Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

*MÁXIMO GARCÍA RUIZ, nacido en Madrid, es licenciado en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana, licenciado en Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en Teología por esa misma universidad. Profesor de Sociología y Religiones Comparadas en la Facultad de Teología  de la  Unión Evangélica Bautista de España (UEBE), en Alcobendas, Madrid y profesor invitado en otras instituciones. Pertenece a la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Ha publicado numerosos artículos y estudios de investigación en diferentes revistas, diccionarios y anales universitarios y es autor de 21 libros, algunos de ellos en colaboración.

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