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BUEN FIN DE SEMANA

Parches

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CRISTIAN FRANCO, 05/07/2013 | Sí. Él sabía que solo podía hacer lo que estaba a su alcance. Y que hacía un buen trabajo, ¡qué jorobar! Pero así y todo, cada noche lo inquietaba la misma pregunta inquisidora. Como la irritación que provoca el espacio que deja una astilla inoportuna al ser quitada de uno de los dedos. Como la gotera incesante del grifo cuya reparación se ha ido postergando en el tiempo. Venía de repente y sin aviso previo, cuando el silencio se presentaba como compañero necesario tras una jornada extensa de trabajo. Siempre allí, cuando se disponía a preparar una taza adicional de té en la vieja cocina que había heredado de su abuelo.

Don Rosendo era de pocas palabras, para qué mentir o exagerar. Se ganaba la vida (en realidad, “pasaba los años”) reparando (para ser justos, “emparchando”) cosas. Es lo que había aprendido de su padre, quien a su vez pertenecía a un extenso linaje de reparadores (emparchadores) de oficio. Equipado con sus gafas cul-de-bouteille color café (legado de su tío materno), se disponía a enfrentar todo tipo de artefactos con variados grados de avería.

 

Nadie sabía cómo, pero de su estrecha caja metálica pintada de azul cansino surgían los más disparatados artilugios que le permitían enmendar –aunque solo fuera en parte– lo que el tiempo y el uso habían desajustado. Y todo salía con el sello de su respectivo papel engomado que rezaba: “Campos e hijo, reparadores multiuso, Calle de las Hortensias 53, timbre 2 (no se atiende los martes)”.

Ruedas de bicicleta, mecedoras, zapatos, biberones, cañas de pescar, estufas a queroseno, ventanas, monturas, sombreros, calcetines y noventa y siete cachivaches más lograban extender su vida útil gracias a los parches que Rosendo aplicaba con maestría. En una época y un lugar donde faltaba mucho para el “use y descarte” de nuestro tiempo, se apreciaba con valor contar con artesanos como él. La gente era feliz al saber que podía procurar sus servicios. Algunos podían pagarle, otros no. Él atendía a todos por igual.

Así y todo, en la soledad de su casucha (herencia de sus padres), don Rosendo se repetía la misma pregunta. Cada noche, cada vigilia. –“¿Qué estoy logrando con tanto parche, con tanto remiendo?” Una cuestión sencilla, de esas que cualquiera se arriesgaría a responder de repente y sin dedicarle demasiado pensamiento. Pero no era así para él. Significaba algo más profundo, un hecho que taladraba su conciencia como el sonido molesto que suelen hacer los parranderos después del tiempo de las cosechas. –“¿QUÉ ESTOY LOGRANDO CON TANTO PARCHE, CON TANTO REMIENDO?”

Como fuere, cada mañana (menos los martes) nuestro artesano retomaba su labor como quien no tiene más alternativas que seguir con lo que sabe, replegando aquella acosadora cuestión existencial hacia una de las tantas faltriqueras de su mente. Y entonces llegaba el desfile cotidiano: personas de todo tipo accedían con sus consultas, trastos y cacharros con la esperanza de encontrar una reparación, regresando a sus lugares con la alegría de saber que de alguna forma encontraría arreglo para lo desarreglado.

La vida no siempre tiene moralejas, respuestas específicas ni conclusiones de color rosado. O al menos no siempre se cuenta con la capacidad (ni el tiempo) para llegar a comprenderlas de ese modo. Y así don Rosendo siguió preguntándose, sin obtener contestación alguna. Bah, en realidad nadie sabe si eso es lo que buscaba o lo suyo era un ejercicio de la reflexión orientado a encontrarle sentido a sus pasos previamente direccionados.

Lo cierto es que así como llegó, un día le tocó partir. Y ya no había parche que pudiera devolverlo a la vida, ni tampoco quien –a partir de entonces– emparchara las cosas en el pueblo (no había logrado legar su ciencia).

Fue emotivo (y todavía hay quien lo recuerda) el obituario publicado por la “Sociedad unida de benevolencia y fraternidad” a modo de homenaje en su gaceta semanal:

Don Rosendo Campos (Q.E.P.D.)

Te fuiste del modo en que viviste: calladamente, con el misterio de tu mirada afable  acrecentada detrás de aquellas enormes lentes. Ya nada será igual sin tu presencia, hombre bueno, persona cercana. Muchos continuarán intentando hallar una razón para tu pesadumbre silenciosa. Nadie lo sabe. Todos, en cambio, te recordaremos con la alegría de saber que tus arreglos (esos que cada llamabas meros “parches” y “remiendos”) hicieron un poco más llevadera nuestra existencia. Porque al disponer tu oficio al servicio de los demás lograste mucho más que quienes solo gustan de discursos y sermones: hiciste lo que sabías realizar con aquello que estaba a tu alcance.

Autor: Cristian Franco

© 2013. Este artículo puede reproducirse siempre que se haga de forma gratuita y citando expresamente al autor y a ACTUALIDAD EVANGÉLICA como fuente.

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