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Lo irracional de la violencia

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danibores-125(DANIEL BORES, 13/06/2011) No puedo reprimir mi indignación cada vez que leo en la prensa noticias en las que la violencia ocupa un lamentable primer plano. El ser humano es un ser malo por naturaleza, contrariamente a lo que algunos piensan. Esa maldad también se llama pecado, comenzando por el original, pasando por el que cometemos ya de niños y terminando con el de cada día. Una de las características o manifestaciones de esta maldad es la violencia. ¿Cuál es su causa? ¿Por qué tenemos que emplear la violencia física o verbal contra otras personas? ¿Qué nos mueve a odiar a alguien, muchas veces por razones tan banales?

Haev0149ay personas que odian a quienes asesinaron a sus padres. Otros odian al gobernante que les hizo la vida imposible. Otras personas odian al juez injusto que les encarceló de por vida por un crimen que nunca cometieron. Incluso hay quienes odian al ladrón que les despojó de todos sus bienes. Desde mi punto de vista, este odio es comprensible, aunque no justificable. Pero el que no es ni justificable, ni tampoco comprensible es el odio que envuelve las relaciones entre aficiones de dos equipos de lo que sea. No tiene por qué ser solamente fútbol.

¿Qué ocurre aquí? ¿Acaso conocemos la vida del hincha del equipo contrario? ¿Somos conocedores de cómo hace su trabajo, de qué forma ama a su mujer, a sus hijos y a sus amigos, si ayuda a los necesitados o no, si sufre alguna enfermedad, si le gusta la playa o la montaña, si conduce respetando las normas viales, o si prefiere coca-cola normal o light? ¿Tenemos información suficiente para decidir, dentro de nuestra soberanía auto-adquirida, si merecen ser odiados, amados o ignorados? ¿No será que debemos amar a todos por igual, sin que importe nada más, como Jesús hace con nosotros? ¿No será que el amor real es el que se viste con esos trapos tan raros que se llaman “Incondicional”?

Hace un par de años llevé a cabo un experimento, sustentado en un marco teórico previo. De una muestra de 10 niños de entre diez y doce años, todos ellos amigos, formé dos equipos de cinco jugadores cada uno, de forma aleatoria. Comenzó el partido de fútbol sala, y no habían transcurrido ni diez minutos cuando ya se produjo el primer altercado verbal por una diferencia de apreciación en una falta (cometida o no) al borde del área. Pregunté opiniones acerca de la acción y el resultado fue el siguiente: los cinco niños del equipo que había recibido la falta dijeron que era falta clara, mientras que los cinco niños del equipo que había hecho la falta expresaron firmemente que no había sido falta, y que ni siquiera había llegado a existir contacto.

A los treinta minutos de partido paré el juego y volví a formar dos equipos, por lo que los dos nuevos que se formaron eran completamente nuevos. Como no podía ser menos, muy pronto volvió a acontecer una nueva jugada polémica, con el mismo resultado. Quienes antes se habían defendido a muerte y habían compartido una misma opinión sobre una jugada, ahora estaban reprochándose mil y una cosas y estando en desacuerdo de forma continua y reiterada.

Este sencillo experimento lo puedes hacer tú mismo con un grupo de personas, no necesariamente niños. Se produce un fenómeno que es el denominado “sentimiento de pertenencia” que, mezclado irracionalmente con nuestra naturaleza desviada y corrompida, muchas veces se concreta en actos de violencia física o verbal, o al menos en actos de injusticia y parcialidad.

Muchas veces he pensado que sería mejor parar el mundo del deporte-espectáculo, y no volver a reanudarlo hasta que todos los deportistas, espectadores y medios de comunicación entendieran que hacer deporte no es un derecho, sino que es un privilegio. Un privilegio que sólo merecen aquellos que saben disociar entre el juego y la venganza, el ejercicio físico y la brutalidad, la diversión y la competitividad dañina, la catarsis psicosomática del espectáculo pseudo-demoníaco.

Porque, señoras y señores, el deporte cuando nos envilece deja de ser deporte. Llamadlo como queráis. Pero no deporte.

Autor: Daniel Bores García

© 2011. Este artículo puede reproducirse siempre que se haga de forma gratuita y citando expresamente al autor y a ACTUALIDAD EVANGÉLICA como fuente.

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