DESDE EL MONTGÓ / por Jorge Pastor-Mut

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"Como pastor protestante, mis convicciones doctrinales me distancian del papado como institución, pero como ser humano, y sobre todo como cristiano, reconozco la profundidad del legado de este hombre que eligió caminar con sencillez por los senderos retorcidos del poder."

"Francisco de Argentina", como le cita el autor de esta nota, tomando mate / Captura

(JORGE J. PASTOR-MUT, 25/04/2025) Mientras escribo estas líneas, el mundo se despide del Papa Francisco. Su muerte no solo marca el fin del líder de la Iglesia Católica, sino el cierre de un capítulo singular en la historia contemporánea. Como pastor protestante, mis convicciones doctrinales me distancian del papado como institución, pero como ser humano, y sobre todo como cristiano, reconozco la profundidad del legado de este hombre que eligió caminar con sencillez por los senderos retorcidos del poder.

Jorge Mario Bergoglio, no solo fue líder de la Iglesia Católica, es una figura que traspasó fronteras religiosas, sociales, humanas y políticas, dejando huella con gestos que hablaron más fuerte que muchas doctrinas. Su elección de vida –más cercana al pueblo que al trono, más orientada al servicio que a la solemnidad– evocaba, inevitablemente, al hombre sencillo cuyo nombre eligió como señal de lo que deseaba vivir: Francisco de Asís.

Francisco de Asís, joven de familia acomodada del siglo XIII, renunció a sus privilegios para abrazar la pobreza voluntaria. No como castigo ni penitencia, sino como un camino de liberación. En su famoso Cántico de las Criaturas, celebró la vida con un lenguaje de asombro y gratitud: “Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente el señor hermano sol, el cual es día, y por él nos alumbras.”

En su mirada, todo lo creado tiene un propósito divino. De alguna manera, en su mensaje, no hay distinción entre lo "espiritual" y lo "mundano": todo lo que existe es digno de respeto, desde la flor más pequeña hasta el ser humano más humilde.

Francisco de Argentina, siglos después, encarna esa misma visión en otro contexto. En una era de consumo y desigualdad, desenfrenada y loca, defendió a los pobres, denunció los abusos del poder y habló con insistencia de cuidar la creación como una “casa común”, con un llamado urgente a reconciliarnos con la Tierra y con los más vulnerables.

Quizá uno de los actos más simbólicos de su papado fue en el Jueves Santo de 2013, cuando lavó los pies de jóvenes reclusos, entre ellos mujeres y no cristianos. Un gesto sencillo, sí, pero de una carga profunda: servicio, igualdad, misericordia. Es la misma lección que Jesús dejó a sus discípulos cuando “se quitó su manto, tomó una toalla… y comenzó a lavarles los pies” (Juan 13:4-5). Estos gestos no hacen a un hombre infalible, pero sí genuino. Y en un mundo lleno de discursos vacíos, la autenticidad conmueve.

Ambos, Francisco de Asís y Francisco de Argentina , comparten una visión común: la belleza de lo sencillo y regreso al mensaje de Jesucristo, que está manchado por tantos pecados acumulados durante siglos como , arrinconar a la mujer, abusar sexualmente  de los más pequeños y débiles , sacralizar y alejar a la iglesia de la realidad. Todos son elementos que ambos compartieron, aunque en contextos históricos muy distintos.

Para los que no compartimos la misma doctrina, como es mi caso, con un cristianismo evangélico, admito que hay una lección importante en su vida y mensaje: la sencillez no es debilidad, sino fortaleza. El servicio no es un acto de sumisión, sino de verdadera autoridad moral. En un mundo donde se valora el poder y el éxito como bien muy preciado, los gestos sencillos de Francisco de Asís y Francisco de Argentina nos invitan a reflexionar sobre lo que realmente importa: el amor por los demás, la compasión por el prójimo, y el respeto por la creación. Jesús lo dijo claramente: “El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos” (Marcos 10:44). Esa es la esencia del Evangelio: no el poder, sino el amor; no la apariencia, sino la entrega.

En definitiva, la muerte de Francisco de Argentina marca el fin de una era. Sin embargo, su legado trasciende fronteras religiosas, y no puedo ignorar el impacto de su ejemplo: un hombre que eligió vivir más sencillez que sus antecesores. Aunque no logró cambiar las estructuras desde la raíz - pues el tiempo no se lo permitió -, su testimonio sigue siendo significativo.

Vivimos en un mundo que constantemente nos empuja a buscar el éxito, el poder y la validación. En medio de esta carrera por cumplir expectativas ajenas, las vidas de dos Franciscos nos ofrecen un contraste revelador. Ambos, aunque en tiempos diferentes, nos muestran un camino basado en la humildad, el servicio a los demás y la sencillez como valores esenciales para una vida plena.

El reto para todos nosotros hoy es reconsiderar nuestras prioridades liberándonos de las presiones que dicta una sociedad impersonal y cada vez más homogénea. Es tiempo de despojarnos de cualquier corrupción que mancille la personalidad, e identidad y centrarnos en lo esencial: el bienestar común, la paz interior y el amor por los demás, caminando con Dios. Como dice el profeta: “Ya se te ha declarado lo que es bueno: hacer justicia, amar la misericordia y caminar humildemente con tu Dios” (Miqueas 6:8). Y como también recuerda Pablo: “No os conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento” (Romanos 12:2).

Hoy, es tiempo de reflexionar en medio del ruido ensordecedor, las guerras cercanas y lejanas, las prisas por vivir aceleradamente y exigencias, incluso con todo el alboroto mediático con la muerte de Francisco. Ahora comienzan las tensiones internas para elegir a un sucesor, con los cercanos a la línea del fallecido que desean continuidad, y los que esperaban este momento para dar un timonazo y volver a una iglesia más tradicional y menos evangélica. Estos grupos siempre estarán, el asunto es saber si ganará la letra o el espíritu. Pronto lo veremos.

La vida de los dos Franciscos, nos proponen a todos una alternativa serena y profunda sobre priorizar la generosidad y el servicio humilde, y buscar la paz como valor del evangelio.  Porque creemos que el cristianismo no es una pieza de museo, sino una llama viva transformadora. De lo contrario, corremos el riesgo de seguir anclados en caminos de religiosidad vacía, distanciados de las verdades inconmovibles de la Palabra. Para nosotros los ciudadanos de a pie, es momento de vivir con propósito, de dejar una huella positiva en el mundo y para encontrar libertad en lo esencial. Como escribió Henri Nouwen; “La verdadera libertad es la libertad de amar”. Ahí está la clave, no en el éxito aparente, sino en el amor que somos capaces de compartir a lo largo de la existencia.

Creo en una iglesia, no jerárquica, ni anquilosada en las tradiciones, sino que sea capaz de tocar la llaga del mundo, no para solamente señalarla, sino para curarla en nombre de Jesús. La pregunta es si esa visión tiene cabida. Y si nosotros desde nuestra pequeña vida cotidiana, elegimos sumar al ruido o al consuelo, porque la sociedad, tu y yo, no estamos esperando más normas, sino sentido, escucha, compasión y comunidad.

Y aquí es donde la responsabilidad nos alcanza también a nosotros. No somos meros espectadores. No se trata solo de lo que harán los cardenales en sus cónclaves, sino de qué haremos nosotros en nuestras casas, en nuestros trabajos, en nuestras calles. Si elegimos cada día sumar al ruido —a la crítica fácil, a la indiferencia, al juicio apresurado— o si nos convertimos en una voz de consuelo, de escucha, de coherencia en lo cotidiano.

Puede parecer poca cosa, pero no lo es. Esa elección, al final, también es profundamente espiritual. Porque cada gesto de empatía en un mundo de prisa, cada acto de justicia en medio de la desigualdad, cada momento en que priorizamos el amor sobre el orgullo, es una forma de evangelio encarnado.

La espiritualidad no empieza en los altares, sino en la mesa de la cocina. En cómo hablamos con quienes no piensan como nosotros. En cómo tratamos al que sufre. En cómo respondemos al dolor del otro, incluso cuando el mundo nos empuja a mirar hacia otro lado.

Si algo nos enseña el Evangelio, es que la santidad no es lejana, ni perfecta, ni exclusivamente eclesiástica y menos para unos pocos. Es cercana, real, llena de polvo del camino, con heridas en las rodillas y con callos en las manos. Y si esta visión de estilo de vida ha de tener futuro, no dependerá de los políticos, ni de los religiosos, ni de los intelectuales solamente, sino del pueblo, de los ciudadanos. Dependerá de que millones de personas —como tú y como yo— decidamos cada día no sumarnos al cinismo, o a la indiferencia sino a la esperanza.

Etty Hillesum, escritora judía víctima del Holocausto, cuya fe y lucidez en medio del horror siguen conmoviendo dijo :"Lo único que podemos salvar de esta vida, y también lo único que realmente importa, es un pedacito de ti mismo en los demás.”. Es el valor de nuestra encarnación en los otros, más allá de estructuras, de ritos, de discursos brillantes o cargos elevados. Al final, lo que queda no es lo que fuimos para el mundo, sino lo que fuimos para alguien. Ese es el legado más verdadero, y también más cristiano.

Autor: Jorge J. Pastor-Mut. Dénia, 22 de abril de 2025. El autor es pastor evangélico bautista. (Ver biografía de Jorge J. Pastor-Mut)

Jorge J. Pastor-Mut