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SIN ÁNIMO DE OFENDER / POR JORGE FERNÁNDEZ

La obra maestra encontrada

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Una reflexión muy personal en víesperas del Día del Libro

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Foto de Ioann-Mark Kuznietsov en Unsplash

(JORGE FERNÁNDEZ, 20/04/2023) No me considero un buen lector, y me duele reconocerlo. No es que no lea, lo hago, pero no tanto como debiera. Leo a diario, pero leo mal: con prisa, por obligación, por responsabilidad, por disciplina, por salud intelectual. Igual que salgo a correr por las mañanas, aunque me cueste, porque se que debo hacer ejercicio para combatir el mortal sedentarismo.

(También es necesario combatir el sedentarismo intelectual).

Pero leer por placer, como veo (con envidia) que hacen los buenos lectores (mayormente, buenas lectoras) que me rodean, leer sin cesar, por deseo, como hace el fumador empedernido que enciende un nuevo cigarrillo con el que está terminando… Eso solo me sucede raras veces (no con el cigarrillo, que no fumo, ¡eh!, sino con los libros), más que nada en vacaciones, cuando encuentro las “condiciones óptimas” para la lectura sin distracciones, con mucho tiempo por delante. Para el buen lector, en cambio, cualquier condición es óptima para la lectura. Puede leer de pie, sentado, una hora o cinco minutos; en soledad o en un tren lleno de gente. Simplemente lee, como quien come o respira, por necesidad, por curiosidad, por placer.

Quienes me conocen de cerca dirán que exagero. Saben que amo los libros. Y uno de los muebles más grandes de nuestra pequeña vivienda familiar es una biblioteca de cinco metros de ancho por dos de alto atestada de libros.

Ahora mismo estoy leyendo a la vez una novela de Fernando Aramburu y una biografía de reciente publicación de un destacado líder cristiano, ya fallecido, que me regaló su hija.

Leo, como digo, pero no me considero un buen lector.

Quizás se deba a que crecí en un hogar sin apenas libros. Mis padres eran personas trabajadoras, con poca educación formal y de condición humilde, que leían poco. En nuestra casa no había biblioteca. Mis lecturas de la infancia no pasaban de los comics que, esos sí, los devoraba con fruición y despertaron en mí el deseo de ser dibujante, hobby que cultivé durante mucho tiempo. El primer libro propiamente dicho que leí fue la Biblia, en su versión Reina-Valera de 1960. Tenía unos 8 ó 9 años. La leía poco, lo justo para cumplir con los deberes de la Escuelita Dominical, y lo que más me atraían por entonces eran las grandes historias del Antiguo Testamento.

La Escuela Pública, de gran calidad en la Argentina de los años 60, fue otro de los espacios donde me acerqué a los libros. Todavía recuerdo con qué respeto entrábamos a la biblioteca de la escuela, ese templo de la literatura enmaderado de los techos a los suelos, en riguroso silencio y solemnidad, para leer “Los cuentos de la Selva”, de Horacio Quiroga; el “Martín Fierro”, de José Hernández; “El Principito”, de Antoine de Saint-Exupéry; Robinson Crusoe, de Daniel Defoe; o “Los Muchachos de Jo”, de Luisa M. Alcott, entre otros muchos clásicos de la literatura argentina y universal.

Siendo adolescente, decidí añadir a los comics la lectura de libros “sin dibujos”, lo que me parecía en esa etapa de mi vida un necesario signo de madurez y un salto intelectual cualitativo. Así fue que me aficioné a las novelas de cowboys de Marcial Lafuente Estefanía, que compraba o canjeaba en una tienda de revistas de segunda mano. Por aquel entonces no sabía nada del autor, nacido en Toledo en 1903, que según informa un artículo en la Wikipedia, escribió unas 2700 novelas del Oeste. (¡Yo creo que me debo haber leído al menos la mitad!).

Al final me cansé de los duelos en los polvorientos paisajes del Far West, de los Colts, de los pistoleros famosos y de los novatos aprendices de matones que aspiraban a destronarlos… argumentos reiterados hasta la saciedad. Pero gracias a esas sencillas novelas, en formato de octavilla de cien páginas, conseguí aficionarme al hábito de la lectura, lo que me facilitó el salto -ahora sí, cualitativo- a una literatura de mayor calidad y provecho intelectual. Creo que la primera gran novela que me causó un impacto enorme, fue El Conde de Montecristo, del gran escritor francés Alejandro Dumas. A partir de ahí, llegarían Los tres mosqueteros, del mismo autor; o La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe; y un sin fin de lecturas que enriquecieron mi vida y me transportaron a mundos desconocidos y a aventuras épicas que agitaban mi imaginación y mi curiosidad juvenil. Allí empecé  de verdad, a saborear el placer de la lectura como entretenimiento y diversión. Una alternativa saludable y equilibrante a la TV y al cine, de los que era hasta entonces un consumidor compulsivo.

Pero fue con la lectura de la Biblia que, desde muy temprana edad y con los años se convirtió en un hábito diario, que mi vida espiritual progresó de manera notable y descubrí otra sección de las librerías que hasta entonces no frecuentaba: la literatura religiosa. Ensayos, comentarios bíblicos, biografías, historia de la Iglesia, testimonios, misiones… Aquí la lista de textos y de autores sería interminable, y varios de los libros que permanecen en nuestra biblioteca familiar, de ese género, me acompañan desde mi juventud, sobreviviendo a la emigración y a decenas de mudanzas.

Así que, la Biblia -y en particular la versión Reina-Valera de 1960 (que es “mi biblia” por antonomasia, con la que aprendí desde muy niño a conjugar, a orar y más tarde a predicar en el español de Castilla mucho antes de pisar España por primera vez)- entre otros muchos beneficios, ha sido para mí una llave o un puente al mundo del conocimiento, de la cultura y de la espiritualidad.

No supe hasta mucho tiempo después, que ese proceso de estímulo intelectual provocado por la lectura de la Biblia que yo estaba experimentando a nivel personal, era un efecto “micro” de lo que a nivel “macro” había experimentado el Viejo Mundo a partir del siglo XVI, cuando la Reforma protestante iniciada por Lutero puso al alcance del pueblo llano la Biblia en su lengua vernácula, impulsando con ello la alfabetización universal, la cultura, las artes, la literatura, el libre pensamiento, las ciencias... abriendo a Europa y al mundo las puertas de la Modernidad.

Pensaba en todo ello esta mañana, en vísperas del Día del Libro, mientras escuchaba una entrevista que Buenas Noticias TV le hizo en 2017 al académico y escritor español Antonio Muñoz Molina con motivo de un artículo publicado en el diario EL PAÍS, titulado “La obra maestra escondida”, en la que el célebre escritor ubetense alude a la primera traducción de la Biblia al castellano, la Biblia del Oso, de Casiodoro de Reina.

¡Qué pena que para tantos españoles de mi generación (y de las anteriores) la Biblia castellana de Casiodoro de Reina haya sido -en palabras del académico y escritor Muñoz Molina- “la obra maestra escondida”!

¡Qué privilegio para mí que ese tesoro de tan alto valor espiritual, además de literario y cultural, me haya sido obsequiado y enseñado en la pequeña parroquia evangélica de un suburbio del Gran Buenos Aires hace casi 60 años!

Sin duda para mí esa ha sido “la obra maestra encontrada”; la que me ha hecho un mejor lector, aunque siga sin ser bueno.

Jorge Fernández – Madrid, jueves 20 de abril de 2023.-

ENTREVISTA A ANTONIO MUÑOZ MOLINA (BUENAS NOTICIAS TV, RTVE - 2017)

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© 2023. Este artículo puede reproducirse siempre que se haga de forma gratuita y citando expresamente al autor y a ACTUALIDAD EVANGÉLICA. Las opiniones de los autores son estrictamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

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