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OPINIÓN / POR MÁXIMO GARCÍA RUIZ

Contemplar a Dios. Teofanías bíblicas (1ª parte)

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20211022 1

Moisés ante la zarza ardiente, en el "Monte de Dios"

(Máximo García Ruiz, 22/10/2021) A estas alturas es de suponer que ya ninguna persona sensata, medianamente instruida, identifique a Dios como un anciano de luenga barba blanca, sentado en un fastuoso sillón, ocupando un espacio en las alturas desde donde controla todos los acontecimientos, sean chicos o grandes, que se producen en el mundo. Pido perdón a mis lectores por esta obviedad.

Ahora bien, es cierto que tanto la Tanaj judía (Antiguo Testamento), como el Nuevo Testamento, hacen referencia a muy diversas teofanías o apariciones de Yavé tanto a individuos como a colectivos; teofanías que deberían ayudarnos a tener una visión lo más cercana posible de cómo es Dios o, al menos, de cómo no puede ser.

Ya se ocupa el evangelista Juan de alertarnos que “a Dios nadie le vio jamás”, reafirmando así una verdad ontológica de alcance universal, si bien aclara que “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18) y, por ello, Jesús, con toda autoridad, dirá al respecto “el que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Juan 14:9b). Y con ello se cierra el circuito en torno a la especulación acerca de una imagen física de Dios que pudiera ser percibida por los ojos humanos.

Para mayor abundamiento, recordaremos que son muy diversos los textos bíblicos que muestran la creencia, tanto de los patriarcas como de los profetas, sobre el peligro de ver a Dios. Ejemplo de ello es Jueces 13:22 e Isaías 6:5, por señalar únicamente dos textos que anticipan la muerte para aquellos que pudieran ver a Dios. Aunque la referencia más concluyente en este sentido es Éxodo 33:20 y la admonición que Dios le hace a Moisés: “No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre y vivirá”, una forma evidente de mostrar la inmaterialidad de Dios y la exclusividad del encuentro.

Por consiguiente, sin desviarnos un ápice de la más estricta ortodoxia bíblica, nos encontramos con dos claves a tener en cuenta: 1) ningún mortal, sea hombre o mujer, profeta o rey, sacerdote o laico, judío o gentil, ha visto jamás a Dios; y 2) el único que puede mostrarnos una imagen de Dios, en ningún caso física sino espiritual, es Jesucristo y de esa revelación se deriva el definir a Dios como amor o como luz. Dos claves necesarias a la hora de acercarnos a determinadas teofanías que se nos narran en las Escrituras, y aplicar para ello una hermenéutica adecuada. La piedad religiosa atribuye a Dios una serie de atributos morales: ser supremo, omnipotente, omnipresente y omnisciente, creador, juez y protector. Tal vez algunos otros.

Lo cierto es que la inquietud de Tomás (“muéstranos al Padre, y nos basta”, Juan 14:8), es una inquietud universal. La gran mayoría de las manifestaciones religiosas y corrientes filosóficas que han tenido o tienen lugar en el mundo protagonizadas por el género humano, se esfuerzan en dar respuesta a esa inquietud universal: cómo es y dónde está Dios.

Vamos a plantear el tema en dos partes y, consecuentemente, será presentado en dos números de Actualidad Evangélica. La primera incluye los siguientes apartados:

. Teofanías bíblicas

. La montaña de Dios

. Los hechos en su marco histórico

La segunda parte:

. El Ángel del Señor

. Reflexiones teológicas y pastorales

****

Teofanías bíblicas

Dos son las teofanías más representativas contempladas por Moisés: una, con ocasión de su primer encuentro con Dios en el Monte Horeb, por medio de una zarza ardiendo que nunca se consumía, en cuyo encuentro Moisés toma conciencia de su llamamiento para cumplir una misión concreta; y la segunda, para confirmar y afianzar su misión como caudillo del pueblo hebreo, en el mismo monte, nominado aquí como Monte Sinaí, también conocido como Monte de Dios, para hacerle entrega de las Tablas de la Ley.

En el primer encuentro Dios le hace a Moisés una revelación singular: su nombre, Yo soy el que Soy, anticipando un acuerdo transcendente. Dios se revela a sí mismo (cfr. Éxodo 3:1-13). Es tanto como decir “Yo soy el Creador no creado”. Con alcance bastante más expansivo, esta forma de identificarse Dios se proyecta al Nuevo Testamento, concretamente al libro de Apocalipsis: “Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin de todas las cosas…, el que es y que era y que ha de venir” (1:8).

Para Moisés significa conocer quién es Dios, un conocimiento que le vincula por vida a la voluntad divina. En el segundo encuentro se establece un pacto eterno con el pueblo escogido a través de un código conocido como Los Diez Mandamientos. Para expresarlo en términos actuales, se trata del acto constituyente de las tribus hebreas como pueblo y nación, sujeto a una constitución teocrática.

Éstos son los hechos referidos a las dos teofanías contempladas por Moisés. Otro aspecto será el desarrollo histórico y exegético, así como la posible aplicación teológica y pastoral a la que podamos llegar. Pero antes, vamos a referirnos a otra teofanía singular, en este caso referida al profeta Elías.

El lugar de la teofanía de Elías es, de nuevo, el Monte Horeb, el Monte de Dios. Elías se encuentra al borde de la desesperación y huye de Jezabel que ha anunciado que va a terminar con él. Busca desesperadamente encontrar refugio en la presencia de Dios, en quien confía. No existe lugar más propicio para ello que el Monte de Dios; allí acude Elías y en él se encuentra, esperando la manifestación divina. Y de nuevo los hechos:

Primero, “un grande y poderoso viento”, es decir un huracán atronador que pone de manifiesto la gran potencia de la naturaleza y, por consiguiente, bien podría identificarse con el poder incomparable de su creador; pero en el huracán no estaba Dios. Otra fuerza poderosa de la naturaleza son los terremotos. Por muy potente que resultó el contemplado a continuación por el profeta, un fenómeno realmente espectacular que pudiera ser representativo del poderío de un Dios soberano, tampoco en él ni a través de él se manifiesta Dios. Ni ése ni otros grandes fenómenos semejantes, sean naturales o artificiales, suelen ser un medio de encontrarse y entender a Dios. Tampoco en el fuego demoledor que sigue a continuación se encontraba Dios.

Resulta que fue a través de un “silbo apacible y delicado” la forma cómo Elías pudo encontrarse con Dios. Tal vez se trata de un mensaje profético para las religiones de la posteridad orientando a quienes buscan a Dios, para que le busquen en las pequeñas cosas de la vida cotidiana, en los actos de aquellos seres sencillos que les rodean, incluso en ellos mismos, y no en los deslumbrantes espectáculos religiosos.

La montaña de Dios

¿Y qué podríamos aportar acerca del monte en el que se producen esas teofanías, conocido en unos pasajes como Horeb y, en otros, como Sinaí? Como ya hemos apuntado anteriormente, se utilizan en la Biblia esos dos nombres, en situaciones diferentes, para hacer referencia al monte sagrado.

No entraremos en disquisiciones filológicas acerca del significado o alcance de ambos nombres por entender que a los efectos que nos ocupa es algo totalmente irrelevante. Únicamente señalaremos que en ese monte se celebraba, según narran las crónicas antiguas, el culto al dios Sin de la mitología mesopotámica, de donde se deriva el nombre Sinaí. El dios Sin también era conocido como Nanna o Suen por los sumerios. Era el dios de la luna, hijo de Enil, dios del viento y del cielo, y de Ninlil, diosa del aire. Sin era el dios protector de los pastores y fue considerado padre de los dioses.

La diferencia de nombres está vinculada a las distintas tradiciones atribuidas al texto veterotestamentario. Por su parte, Horeb se deriva de las tradiciones elohística y deuteronómica, mientras que Sinaí sigue las tradiciones yahvista y sacerdotal y, tal vez, según apuntan algunos hebraístas, Sinaí designe la parte alta de la montaña donde se celebraban los ritos religiosos y Horeb la totalidad de la montaña.

Otra cosa es designar el lugar exacto donde se encontraba este monte. Historiadores y arqueólogos indican que no hay una tradición aceptada de forma unánime acerca de cuál es realmente el lugar de ubicación del Monte Sinaí. Existe cierto consenso, pero no unanimidad, en determinar que se encuentra en la península sinaítica, pero hay discrepancias en cuanto al lugar y cuál de sus montañas pudiera ser exactamente la denominada Horeb o Sinaí.  

Por otra parte, hay quienes se inclinan por situar la montaña fuera de esa península al atribuirle carácter volcánico. El hecho de que la montaña pudiera ser de carácter volcánico, como afirma sir Colin Humghreys (1941), físico y biblista británico, profesor de Camdbrige, en su The Miracles of Exodus explicaría muchos de los fenómenos descritos en el Éxodo y situaría el Monte Sinaí más al sur, en Arabia. La descripción bíblica de “un fuego abrasador” en el monte Sinaí, hace afirmar a algunos estudiosos que se trata de un volcán en erupción, lo que excluiría la península del Sinaí, señalando al volcán Hala-il Badr.

Por nuestra parte no vamos a ir más lejos de lo que han sido capaces de llegar personas tan capaces como quienes se han ocupado de este tema en profundidad, sin poder ofrecernos una respuesta definitiva desde el punto de vista racional, por lo que nos quedamos con la incógnita a la hora de señalar un lugar exacto de ubicación.

Los hechos en su marco histórico

Las dos teofanías de las que estamos ocupándonos encierran un objetivo básico: mostrar cómo Dios se revela a sí mismo, tomando como marco el ámbito de la naturaleza y, sobre todo, a partir de experiencias personales. Estas teofanías tienen por objeto reafirmar la fe personal y fortalecer la esencia misma del pueblo de Israel, como pueblo escogido por Dios. La tradición hebrea señala a Moisés como autor del Pentateuco y, por lo tanto, del libro de Éxodo.

Ahora bien, debemos señalar que fuera de las Escrituras no existe ningún testimonio ni referencia de la presencia de Israel en Egipto, ni de la figura de Moisés ni de los hechos que precedieron y acompañaron su salida, un tema que llama la atención de los historiadores dada la relevancia que se les atribuye a las plagas y demás acontecimientos ocurridos en torno a ellas, conforme son narradas en el libro de Éxodo. Puesto que el relato debió circular oralmente durante siglos antes de ser recogido en un documento escrito, es lógico deducir que los acontecimientos narrados, mucho más modestos en su origen, fueron adquiriendo una dimensión épica conforme fueron trasladados de generación en generación hasta quedar reflejados en la versión que conocemos actualmente.

Sea como fuere, los creyentes cuentan con las evidencias internas del texto sagrado para aceptar su veracidad histórica, se trate o no de una narración escrita de forma hiperbólica. A partir de esas evidencias y otros datos adicionales, así como ciertos aportes arqueológicos, han sido sugeridas dos fechas para el éxodo: 1440 y 1290 a. C.; una u otra, según haya sido la línea de investigación seguida. En cualquier caso, a los fines de este escrito, el tema de la fecha, la historicidad y la dimensión alcanzada por la salida de Egipto, así como el itinerario seguido y el tiempo invertido hasta la invasión de la tierra que habían interiorizado como propia, no alcanza un interés primario.

Autor: Máximo García Ruiz. Octubre 2021 / Edición: Actualidad Evangélica

© 2021- Nota de Redacción: Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

20120929-1*MÁXIMO GARCÍA RUIZ nacido en Madrid, es licenciado en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana, licenciado en Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en Teología por esa misma universidad. Profesor de Historia de las Religiones, Sociología e Historia de los Bautistas en la Facultad de Teología de la Unión Evangélica Bautista de España-UEBE (actualmente profesor emérito), en Alcobendas, Madrid y profesor invitado en otras instituciones. Pertenece a la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Ha publicado numerosos artículos y estudios de investigación en diferentes revistas, diccionarios y anales universitarios y es autor de 29 libros y de otros 14 en colaboración, algunos de ellos en calidad de editor.

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