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OPINIÓN / SIN ÁNIMO DE OFENDER (JORGE FERNÁNDEZ)

Tres mensajes de la pandemia

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En este artículo reproduzco, de forma más ampliada y precisa, la respuesta a una pregunta que me hicieron recientemente en una entrevista televisiva en directo: “¿Jorge, tú crees que la pandemia es de Dios?”.

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El pasado 12 de agosto, durante la entrevista televisiva en la que compartí este mensaje

(JORGE FERNÁNDEZ, 27/08/2021) Hace unos días, mientras me encontraba de vacaciones visitando a mi familia en Argentina, fui invitado a una entrevista en televisión para contar mi experiencia con el Covid-19 y presentar mi libro “Vivir para contarlo (y contarlo para vivir)”, un pequeño diario que escribí a través del teléfono móvil durante mi convalecencia en el hospital.

Durante la entrevista, que se emitía en directo a todo el país y a varios países de la América Latina, el director y presentador del programa me hizo la siguiente pregunta: “¿Jorge, tú crees que la pandemia es de Dios?”.

La pregunta, expresada en esos términos era amplia y algo imprecisa, pero entendí que el entrevistador intentaba invitarme a coincidir o discrepar con una corriente de opinión bastante extendida en círculos evangélicos que interpreta la pandemia como una suerte de “juicio divino” o, al menos, una “advertencia apocalíptica” para infundirnos “temor de Dios”.

Lejos de mi ánimo sumarme a polémicas basadas en especulaciones y pasiones que poco edifican, respondí con una reflexión que acababa de elaborar justo un día antes, en una conversación privada con unos queridos hermanos en la fe, con quienes analizábamos el tema.

“Creo que la pandemia… o quizás sería más apropiado decir, Dios a través de la pandemia, nos está dando al menos tres mensajes”, respondí.

A continuación, reproduzco mi respuesta completa de forma más amplia y precisa de lo que lo hice en directo, aprovechando las ventajas del lenguaje escrito.

Número uno: el mensaje de la Creación. Dios nos está hablando una vez más a través de su Creación. Una Creación que gime[1], que sufre, por todo el daño que le estamos causando los seres humanos con nuestra codicia, con nuestro abuso y sobrexplotación. Observé esto en los primeros días de la pandemia, cuando los gobiernos europeos y de otras regiones decretaron el confinamiento estricto de la población. Cuando las calles de Madrid, Londres, Paris, Nueva York, y otras grandes capitales del mundo industrializado se vaciaron y quedaron desiertas, sin vehículos, sin gente, sin ruidos… Entonces vimos cómo, de repente, en muchos lugares los animales salieron de los bosques y los montes próximos a ver qué pasaba. Vimos familias de ciervos, jabalíes, osos y otros animales salvajes paseando por las céntricas calles de esas grandes ciudades, como sorprendidas por el silencio y la ausencia de su gran opresor: el ser humano. Y lo mismo vimos en las costas, donde ballenas, delfines y otros grandes pobladores marinos se acercaban a las playas de forma inédita, como si estuvieran preguntándose qué pasaba. Como si de pronto hubieran perdido el miedo… También fue notable la disminución de la contaminación, la del aire y la acústica, por ejemplo, donde se registraron niveles histórica e insólitamente bajos.

Para mi eso pone en evidencia el sufrimiento insoportable de la Creación, un sufrimiento del cual somos responsables los seres humanos -unos más que otros, claro está, pero todos en alguna medida- y nuestro estilo de vida insostenible y destructivo. Un aviso claro contra los negacionistas del cambio climático y para todos, que nos exhorta a cambiar el rumbo en nuestros procesos productivos y nuestros hábitos de consumo.

Número dos: el mensaje social. Si algo se ha hecho evidente con esta letal pandemia es que el “sálvese quien pueda” no es el camino para huir del virus. Las características de este virus hipercontagioso no solo nos hace vulnerables como individuos, sino también como sociedad. Para que yo no me contagie necesito que “el otro” no se contagie, por eso me debe preocupar lo que le pasa a mi prójimo. Esto fue muy evidente durante los primeros meses del año 2020, cuando todavía no había vacunas y la única forma de controlar el impacto de la pandemia era evitar el contagio comunitario mediante medidas colectivas, de obligado cumplimento para todos. Ricos y pobres, naturales y extranjeros, todos nos vimos impedidos de viajar en avión, de hacer turismo, de ir a un restaurante… El virus no distinguía entre razas ni clases sociales. Ahora, con la aparición de las vacunas resurge en algunos la falsa sensación de seguridad de la inmunidad personal; sin embargo, la situación sigue obligándonos a procurar la llamada “inmunidad de rebaño” y, vacunados o no, seguimos siendo vulnerables y sufriendo múltiples restricciones en nuestra vida cotidiana. En resumen, a través de la pandemia estamos recibiendo un mensaje social contra el individualismo exacerbado que desde que Caín pretendió excusarse ante Dios con un “¿acaso soy guarda de mi hermano?”[2], caracteriza a nuestra humanidad; la falta de empatía, de solidaridad y compromiso con el prójimo que a veces nos negamos a reconocer, pero que la pandemia ha puesto en evidencia.

Número tres: el mensaje existencial. Por último, si algo nos ha recordado esta pandemia, por muy obvio que parezca, es que “vamos a morir”. Que por mucho que hagamos por olvidarlo, somos seres mortales que no tenemos el control sobre nuestras vidas. Que la enfermedad y la muerte son tozudas y pese a toda nuestra ciencia, trabajo, dinero, cuidados, bienestar y recursos sociosanitarios para conseguir una esperanza de vida muy por encima de otros países menos agraciados, la enfermedad y la muerte están a la vuelta de la esquina. No debería ser necesaria una pandemia para ser conscientes de esta realidad, pero el impacto de la misma es mucho mayor y su efecto más profundo que nuestra exposición diaria al resumen de sucesos en los telediarios, con las imágenes de atracos, guerras, accidentes, enfermedades raras, etc., a los que ya nos hemos vuelto psicológicamente inmunes; que no nos interpelan, que vemos como acontecimientos lejanos que les suceden a otros, no a nosotros. La pandemia nos ha puesto la posibilidad de la muerte mucho más cerca y de manera mucho más consciente. Con más de 83.000 muertos por Covid-19 en España, el miedo a la muerte ha aflorado desde el subconsciente adonde lo hemos enviado, y se ha hecho una realidad presente.

Concluyendo. Creo que sí, que Dios nos está hablando a través de esta pandemia a quienes estemos dispuestos a escucharle, pero no lo está haciendo para amenazarnos o intimidarnos, sino para advertirnos de nuestra verdadera condición; de lo que estamos haciendo, y para darnos una oportunidad de corregir el rumbo. Es decir, el mensaje divino es una muestra más de misericordia, amor y benignidad, de quien desea nuestro bien, creamos en él o no, que nos impele a cuidar de nosotros mismos, de nuestro entorno y los unos a los otros, para que vivamos más y mejor. Con el mismo ánimo, paciencia y bondad, con que retarda su Juicio final para que todos tengamos la oportunidad de ser salvos por medio del conocimiento de nuestro Señor Jesucristo.[3]

yo2También es un mensaje para la Iglesia, que nos exhorta a alinearnos con el Padre en su mensaje, su estrategia y, sobre todo, con su mirada de compasión y misericordia hacia este mundo roto por el pecado y sus consecuencias: el sufrimiento de la creación; el individualismo; y el esclavizante miedo a la muerte.[4]

¿Acaso no es el evangelio la respuesta a estos tres desafíos de forma clara y satisfactoria?

© Jorge Fernández Basso – Madrid, 27 de agosto de 2021

Notas: 

[1] Romanos 8:19-23

[2] Génesis 4:9

[3] 2 Pedro 3:9

[4] Hebreos 2:15

© 2021. Este artículo puede reproducirse siempre que se haga de forma gratuita y citando expresamente al autor y a ACTUALIDAD EVANGÉLICA. Las opiniones de los autores son estrictamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

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