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REFLEXIONES DESDE EL ENCIERRO / "Jueves Santo"

CONFI(n)ADOS / Los amó hasta el fin

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20200409 2

(PODCAST, 09/04/2020) 

Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. (Juan 13:1)

****

Lo sabía… sabía que ahora sí, su hora había llegado. Que aquella sería su última cena de Pascua en la tierra; que ya no bebería una copa de alegría con los que amaba hasta el final de los tiempos, cuando el reino de Dios fuera consumado en la tierra; que lo que le aguardaba ahora, de forma inminente e ineludible, era una copa de dolor y sufrimiento… una copa amarga e indeseada, pero necesaria. “Como los dolores de la mujer en el parto, que luego se olvidan por el gozo del nacimiento”, explicaría esa noche a los Doce, mientras se infundía ánimos a sí mismo pensando en el gozo puesto detrás de la cruz… un gozo trascendente e indecible que exaltaría a toda la Creación, cuando todo pasara.

Pensar en ese gozo le daría fuerzas para soportar el oprobio, las humillaciones, y el dolor de la cruz.

Absorto en esos pensamientos, observó a sus discípulos mientras preparaban la mesa y murmuraban entre sí. Más que preocupados parecían enojados. No le sorprendió. Durante los últimos tres años había convivido con ellos día y noche. Conocía como nadie sus temperamentos, sus virtudes y sus defectos. Los conocía mejor que lo que ellos se conocían a sí mismos, porque conocía sus corazones. Por eso los había elegido. Por eso les había soportado con paciencia a pesar de las muchas veces que sus niñerías, la superficialidad de sus preocupaciones, la falta de altura de miras y la poca fe que evidenciaban, conseguían por momentos exasperarle.

Los amaba, y los amó hasta el fin. Incluso ahora, cuando estaban a punto de “graduarse” y asistir a su último examen y, sin embargo, asistían tan despistados, tan poco preparados, y con tan pocas garantías de poder continuar con su legado. Cuando, ignorantes de todo lo que estaba en juego esa noche… de todo lo que se les avecinaba… discutían sobre quién de ellos iba a ser el mayor en el reino venidero… ¡El reino venidero! ¡Sabrían ellos de qué reino se trataba!

Los observó sin verlos, los oyó sin escucharlos, mientras se ceñía una toalla a la cintura y llenaba de agua aquel barreño…

¿Cómo explicarles otra vez que en aquel reino, el que sirve a los demás es el mayor? ¿Qué, a diferencia de los reyes de este mundo, el poder de su gobierno es el amor?

El Maestro los miró. Vio en ellos las debilidades de la humanidad. Y los amó. “Mejor un gesto, que un gran sermón”, pensó en silencio, sonriendo para sí cuando Simón -Ay, Simón Pedro!, siempre tan terco… y tan frágil a la vez- se negó rotundamente a ser lavado. “Si no te lavo no compartirás nada más conmigo”, le dijo. Fue suficiente.

Y aquella noche les habló, les exhortó, les recordó que los principios y valores del reino de Dios, el reino que vendría, eran muy diferentes a los valores humanos, incluso de los más elevados. Se mostró comprensivo con ellos, al fin y al cabo no podían entender todas las cosas en su estado actual. “Pero vendrá el Consolador”, les dijo, y él os enseñará todas las cosas que ahora no podéis sobrellevar”. Oró por ellos, para que se mantuvieran unidos, para que “como el Padre y yo somos uno, vosotros también seáis uno”, y para que ninguno se perdiera. Bueno, todos menos uno. “Uno de vosotros me traicionará”, les dijo, y se sintió frustrado una vez más al ver las dudas en los corazones de todos. A estas alturas los Doce ya no sabían qué pensar ni de sí mismos. “¿Seré yo?”, se preguntaron uno a uno.

El Señor comprendió sus luchas, y los amó; otra vez los amó. Miró a Judas: “Lo que has de hacer hazlo pronto”, le dijo con esa mirada insostenible, esa mirada con brillo divino. Judas salió corriendo del lugar, con la confusión y desesperación de quien ha vendido su alma al diablo y ya no puede volver atrás, aunque quisiera.

“Una probabilidad entre doce… “. Los once discípulos restantes ni siquiera se dieron cuenta de lo que estaba pasando. No entendieron lo de Judas. Intentaban animarse con un razonamiento estadístico: “Una probabilidad entre doce… “.  “¿Por qué habría de ser yo?... Entre doce, sería mucha mala suerte que justo fuera yo… no creo que sea yo…”, se decían a sí mismos. Entonces llegó  la inapelable sentencia: “Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche…”. ¿Todos? ¿Ha dicho todos? Demasiado inaceptable para Pedro. “Aunque todos se escandalicen de ti, ¡yo nunca me escandalizaré! ¡La duda ofende, Maestro! ¡Yo estoy dispuesto a morir contigo si hace falta!”. El Señor miró a Pedro, y lo amó con la ternura con la que se ama  un niño inocente, al que hay que darle una mala noticia.

“Pedro, mi querido Pedro… Satanás te ha pedido para zarandearte como al trigo en la criba, pero yo he orado por ti, que no te falte la fe en medio de la prueba”, le dijo. Muy cerca de allí, un gallo dormía tranquilo, sin saberse protagonista de la más grande historia jamás contada.

Partieron el pan, bebieron el vino… “Esto es mi cuerpo que por vosotros es partido… y este vino es mi sangre, por vosotros derramada, la sangre del Nuevo Pacto”, no os olvidéis de esto”, les dijo con tono de despedida.

Entonces cantaron, cantaron el himno… “Glorifícate, Señor, ¿por qué han de decir las gentes: dónde está ahora tu Dios?”… “No alabarán los muertos, oh Dios, ni cuantos descienden al silencio; pero nosotros te bendeciremos ahora y siempre, ¡Aleluya!”…

“Me rodearon ligaduras de muerte, me encontraron las angustias del Seol; angustia y dolor… Oh, Dios, libra ahora mi alma”… Jesús tragó saliva al cantar esta estrofa. Empezaba a sentir la angustia en su alma que en apenas unos minutos llegaría a un clímax de agonía en el huerto.

“Estimada es a los ojos de Dios la muerte de sus santos…”. De pronto le invadió una profunda nostalgia. Recordó las cenas pascuales de su infancia. Le sorprendió comprobar que aquellas mismas estrofas, entonadas durante más de 30 Pascuas por la dulce voz de su madre, María, en la paz, el calor y la seguridad de su hogar, hoy pudieran resultar tan diferentes, tan dramáticas, tan llenas de significado y de dolorosa actualidad. Tan premonitorias…

Salieron al monte de los Olivos, era ya tarde y, la cena, el vino y el estrés de una reunión tan  llena de emociones, habían hecho efecto en los discípulos, que cabecearon y se durmieron.  Jesús no podía dormir, la lucha que agitaba su alma desde hacía unas horas no hacía más que crecer. La angustia había dado paso al terror ante la conciencia del peligro… Un terror que, en un psicosomático efecto extraordinario le llevaría a derramar unas gotas de sangre prematuras en aquel huerto, primicias de esa sangre que como Cordero de Dios habría de derramar horas más tarde en aquella ignominiosa cruz…

Se sintió muy solo… La agonía que atravesaba su alma era insoportable… “¡¿Es que no sois capaces de velar conmigo ni siquiera una hora?!”, se sorprendió a sí mismo gritando a sus discípulos…

“Es inútil”, pensó, “no lo pueden comprender”. Se ecuchó a sí mismo pidiendo al Padre algo que él bien sabía era imposible… “Si es posible, pasa de mí esta copa…”. No esperó la respuesta… “pero hágase tu voluntad”. Estaba ante la prueba para la cual se había estado preparando desde hacía mucho tiempo, y el universo entero dependía ahora de él. “Sólo un poco más, se dijo…”, mientras las últimas estrofas del himno ponían letra y música a su indecible lucha interior:

“Dios está conmigo; no temeré lo que me pueda hacer el hombre…”, “No moriré, sino que viviré, y contaré las obras de Dios…”, “la piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo. De parte de Dios es esto, y es cosa sorprendente a nuestros ojos”…

Mientras recordaba estas estrofas que acababa de cantar con sus discípulos, sintió que una fuerza angelical abrazaba su alma y recobró el ánimo…

“Este es el día que hizo el Señor…”, cantó para sí. Y por un momento experimentó un gozo sobrenatural que le permitió mirar adelante afirmando su rostro, “menospreciando el oprobio”.

“Nos gozaremos y alegraremos en él…”, “Alabad a Dios porque él es bueno; porque para siempre es su misericordia.

Despertó a sus discípulos. “Ya es la hora”, les dijo, con una serenidad que contrastaba con su reprimenda anterior.

A lo lejos divisó la turba que venía a arrestarle. Volvió a mirar a aquellos hombres con compasión,  con profunda ternura… Sabía que el Espíritu completaría la obra que él había iniciado en ellos durante esos tres años que habían pasado tan pronto. Que habría un  Pentecostés, y que en Dios harían proezas, que serían capaces y fieles… Y una vez más los amó; los amó hasta el fin…

© Jorge Fernández – Madrid, 9 de abril de 2020.-

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Este es un podcast publicado en la plataforma IVOOX. Si desea escuhar otros contenidos similares o nuestras entrevistas de radio semanales, puede hacerlo pinchando aquí.

Fuente: Actualidad Evangélica

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