EN PERSPECTIVA / por Juan Manuel Quero
Más allá de la Reforma del Siglo XVI
Un grupo de cristianos puritanos, en América
(JUAN MANUEL QUERO, 14/11/2014) | Cuando se intenta encasillar la obra de Dios, bien en el tiempo, en el espacio, o en la idea («dogma»), monopolizando, y manipulando la fe, se frena el crecimiento de la iglesia, como un organismo vivo que pertenece a Dios. La Reforma Protestante del Siglo XVI fue un intento de liberar, --por medio de la Biblia--, a la Iglesia Católica Apostólica y Romana.
En este sentido no fue un éxito; pero a pesar de todas las reacciones que se producirían, especialmente, con la misma Contrarreforma o reformas posteriores, serían muchos los que proclamarían una fe renovada, constituyendo nuevas iglesias conocidas como «reformadas». El eco y desarrollo de esta nueva «iglesia protestante» a partir de este siglo XVI, haría que esto fuera un referente sobre el que pivotaran otros surgimientos. Por ello a los que anteriormente realizaron otras reformas, se les llamaría pre-reformadores o precursores como Jan Hus[1], o John Wycliffe[2], hablándose así de un período de Pre-Reforma (1366-1517).
Incluso en la etapa conocida como «El Gran Retroceso», en el que el oscurantismo de la misma Edad Media parecía aniquilar la auténtica vida de la iglesia, también habría otros que denunciarían ciertas corrupciones y postularían reformas. Aunque cargados también de muchos errores doctrinales, se crearían grupos que a su manera, intentaban reformar la Iglesia del Medioevo. Grupos tales como los valdenses, albigenses o cátaros y paulicianos serían registrados en los anales de la Historia. También en la Historia Antigua, y dentro de la Patrística, y de la Iglesia Primitiva se registran otros grupos, tales como los novacianos, que se harían llamar puritanos; o los montanistas que procuraban avivar la vida relajada de la iglesia.
La realidad constatada después del hito de la Reforma Protestante, es que la iglesia tenía que seguir siendo reformada por el mismo Espíritu de Dios. «Semper Reformanda» son palabras atribuidas al teólogo del pietismo holandés, Van Lodenstein. Serían escritas en un devocional que realizó en 1674. En realidad este es un principio bíblico, bien arraigado en el mismo desarrollo de la Iglesia Primitiva. La iglesia siempre ha sido llamada a estar en renovación, como algo inherente a la misma vida cristiana, pues la imperfección ante la santidad de Dios produce una simbiosis en la que se ha de dar crecimiento (santificación), restauración, renovación y reforma, como un «continuum vital»:
No os conforméis a este mundo; más bien, transformaos por la renovación de vuestro entendimiento,
de modo que comprobéis cuál sea la voluntad de Dios,
buena, agradable y perfecta. (Romanos 12:2)
En este sentido, y sin quitar el valor que tiene la Reforma del XVI, habría que entender que la verdadera reforma es la que tiene lugar en la vida de la iglesia y de sus miembros, como un elemento de equilibrio que se centra en la Palabra de Dios. Esta evitará edificarse sobre intereses personales o partidistas, buscando la soberanía de Dios. En este sentido surgirían otras reformas, y actualmente la iglesia ha de seguir en ello.
El «evangelicalismo» sería uno de estos movimientos de renovación y reformismo posteriores a esta Reforma del XVI, pero en este caso no dirigido a una iglesia en concreto, ya que este sería un movimiento transconfesional. Su propósito sería un énfasis de relación personal con Dios, la lectura de la Biblia y la oración, permitiendo la obra del Espíritu Santo.
En este contexto de renovación surgiría el Pietismo Alemán o de los Países Bajos, así como el Puritanismo inglés que se extendería por buena parte del mundo. El Metodismo con sus precursores John Wesley y su hermano Charles buscarían que la Iglesia Anglicana estuviera más cerca del Evangelio, procurando distancia con las estructuras romanistas. Todos estos movimientos entendían que la renovación debería ser algo constante, y aún con diferentes énfasis doctrinales[3] destacaría la importancia del estudio de la Biblia, la oración y la implicación de la fe con las necesidades sociales.
En ese tiempo también se daría lo que se llamó el «Gran Avivamiento», que entre 1730 y 1740 tendría lugar en Europa, pero especialmente en Nueva Inglaterra. Destacarían predicadores que he procurado que mis alumnos de Homilética estudien, ya que fueron claves. Estos congregarían a multitudes que buscaban algo más que una religiosidad. Algunos de estos serían el puritano George Whitefield y el congregacionalista Jonathan Edwards de Massachusetts. Todos ellos predicarían un evangelio de compromiso social. Whitefield explicaría que el mundo entero era su parroquia; la iglesia no podía excluir a nadie. Esto daría lugar a los movimientos abolicionistas y a los énfasis misioneros, en lo que podremos reflexionar próximamente.
Para mí esta es la verdadera reforma, una constante de vida, que proclama el Evangelio frente a las necesidades coetáneas. Esta se tiene que dar en la renovación necesaria que cada iglesia tiene que vivir superando sus imperfecciones, para no distanciarse ni de Dios ni de su prójimo. En la medida que nos anquilosamos en «nuestras perfecciones», nos distanciamos tanto de Dios, como de este mundo que necesita a Cristo. Se requiere pagar un precio, el esfuerzo de romper con las inercias acomodaticias, y estar dispuestos a vivir las enseñanzas bíblicas, a pesar de los grupos disidentes que se opondrán a ello. Siempre habrá disconformes a la necesaria renovación y reforma de la iglesia; pero no podemos estancarnos si queremos cumplir con el cometido de Cristo en medio de un mundo enfermo y necesitado.
[1] En 1415 murió como si fuera un hereje en las llamas de la hoguera, pero antes de morir dijo: «Vas a asar a un ganso, pero dentro de un siglo te encontrarás con un cisne que no podrás asar». Estas palabras se citan como vaticinio, en el que el cisne sería Lutero.
[2] Aunque murió en 1384, sus enseñanzas fueron condenadas en el Concilio de Constanza en 1415. El año 1428 sus restos serían exhumados y quemados.
[3] El metodismo sería cercano a la teología arminiana, mientras que los otros lo estarían a la calvinista.
Autor: Juan Manuel Quero
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