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AL MARGEN DE LA LEY

El tropiezo de la cruz

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“Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor. 1:23-24).

jorge(JORGE FERNÁNDEZ BASSO, 22/04/2011) Como protestante que soy, crecido en países latinos de honda tradición católico-romana, siempre he observado con actitud crítica la “cultura de la muerte” tan arraigada en las religiones paganas, y tan presente en el catolicismo popular, como hoy puede observarse en las procesiones de Semana Santa y en muchos aspectos de su liturgia.

En contraste, la tradición protestante muestra una cruz vacía, poniendo el acento en la celebración de la Resurrección y la vida nueva en Cristo.

Hasta qué punto este énfasis teológico en la predicación y en la liturgia ha marcado la cultura, el pensamiento y las costumbres de los pueblos influidos por una u otra tradición cristiana, es un interesante tema de estudio, pero excede el ámbito de esta breve reflexión.

Sin embargo, en un día como hoy, de “viernes santo”, me parece importante recordar que la Buena Noticia del Evangelio no es principalmente la Resurrección, sino la Cruz: “me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Cor. 2:2). Al fin y al cabo, la Resurrección no es más que una consecuencia natural para el Cristo: “al cual Dios levantó,  sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella” (Hch. 2:24).

Por otra parte, resulta interesante que las últimas palabras de Jesús, antes de morir, fueron “Consumado es”. Eso significa que, al menos para él, estaba claro que el punto culminante de su batalla contra el pecado, la muerte y las potestades del mal, era ése –y no después, cuando resucitó de los muertos-. El momento cuando, en la soledad del Calvario, Jesús se convirtió en el “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, tal como lo habían anunciado Moisés y los profetas, entre ellos Juan el Bautista, quien así lo presentó a sus discípulos.

Fue Isaías, unos seiscientos años antes de Cristo, quien de forma más precisa y detallada anunció este misterio (1):

Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca.

El apóstol Pablo comprendió mejor que nadie este misterio y se ganó muchos adversarios, dentro y fuera de la comunidad de creyentes (Gálatas 5:11), por su machacona insistencia en la suficiencia de la Cruz, en donde se consumó TODA la obra redentora por medio de “la Justicia de Dios”.

Esto no debe ser un argumento para justificar “la cultura de la muerte” de cierta tradición cristiana, pero debe ser una advertencia contra una tendencia que se expande por muchos ámbitos cristianos en nuestros días: la predicación de un evangelio sin Cruz, con el resultado trágico de un cristianismo débil, sin poder… sin sal.

Es que la Cruz sigue siendo un tropiezo para la soberbia y el orgullo humano que se resiste a aceptar la necesidad de “salvación”. Choca con el concepto tan extendido de que “¡Sólo necesitamos evolucionar, y podemos evolucionar!”.

Es tropiezo para el racionalista, cuya mente natural (y ‘reprobada’ – Rom. 1:28) no puede “percibir las cosas que son del Espíritu de Dios” (1 Cor. 2:14). Lo es para el religioso, que intenta alcanzar la justicia y la perfección moral por sus propios medios (Gálatas 5:1-6).

Ambos tropiezan con la Cruz porque ésta les comunica al menos tres verdades dolorosas: 1) La gravedad de la condición humana, condenada y esclavizada por el pecado; 2) La inutilidad de los esfuerzos humanos (y de la religión) para alcanzar la salvación; y 3) La solución extrema a la que el Padre debió recurrir (por amor a nosotros) para salvarnos.

La comprensión y aceptación de estas tres verdades nos ponen en el lugar desde donde podemos ser alcanzados por la Gracia de la salvación y beneficiarnos de la bienaventuranza de los que, con humildad y con fe, reciben a Jesús como Salvador y Señor de sus vidas: “Bienaventurado el que no halle tropiezo en mí” (S. Lucas 7:23).

Autor: Jorge Fernández

(1) Isaías 53:4-7

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