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POR JAUME TRIGINÉ

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jaume_trigine(Jaume Triginé, 11/10/2012) Un total de seiscientos trece preceptos constituyen el conjunto de las pautas de actuación que los judíos deben cumplir para llenar de contenido y significado su vida. Tienen que ver prácticamente con todo: alimentación, práctica de la fe, administración de justicia, relaciones interpersonales, la casa, el vestido, el trabajo, el descanso… y reflejan el alcance de la ley mosaica y rabínica.

Si analizamos nuestro cristianismo, constatamos que no es fácil sacarse de encima un cierto legalismo o normatividad. Es frecuente el quedar atrapados por la estructura funcional y sus reglamentos, por las actividades eclesiales que nos sitúan en el activismo y por consideraciones históricas o culturales y perder de vista a Jesús y su mensaje liberador. Demasiadas personas viven condicionadas por el planteamiento de lo permitido y lo prohibido por la iglesia o por hermenéuticas literales, sesgadas y descontextualizadas de la Palabra de Dios. También por confesiones de fe que pretenden definir la ortodoxia como si la inmensidad de Dios pudiera plasmarse en unas cuartillas. Sus conductas procuran acomodarse a les expectativas de los demás sobre ellos. Es el riesgo del legalismo religioso ya que todo cuanto contribuya a vivir la fe como una carga, nos sitúa más en la normatividad de la ley que en la libertad de la gracia. Más en las manifestaciones externas que en la libertad de la conciencia.

Difícilmente, desde esta forma de entender la religiosidad podremos establecer puntos de conexión con los nuevos presupuestos del hombre y la mujer postmodernos alejados del dogmatismo. La espiritualidad emergente en estos primeros años del siglo XXI se ha emancipado del lastre de las traiciones represivas y se orienta a formas más libres y creativas. Nuestros conciudadanos ya no asumen posiciones dogmáticas que no puedan ser razonadas o formas de actuación que no reflejen una forma libre de entender la vida.

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En la gracia no son necesarias listas de actos permitidos y prohibidos. De seiscientos trece preceptos hemos pasado a tan solo uno: amar. No es lógico sustituir la esclavitud del pecado por nuevas esclavitudes religiosas como les ocurrió a los creyentes de Galacia, a causa de la influencia de los judaizantes, que pretendían instar a los creyentes de procedencia helénica en la práctica de la ley mosaica exigiendo que además de creer en Jesucristo cumpliesen con los principales preceptos judíos: asistencia al templo, práctica de la circuncisión o abstenerse de determinadas comidas.

A todos cuantos se sentían oprimidos por el legalismo enseñado por los maestros de ley y los fariseos, Jesús les dirigió las siguientes palabras: «Venid a mi todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil y ligera mi carga».

Sustituir la libertad en Cristo por la esclavitud legalista es una pesada carga que dificulta la vivencia gozosa de la fe. Como señala L. Boff, para muchas personas «es más fácil vivir dentro de unas leyes y unas prescripciones que lo prevén y determinan todo. Es más difícil crear, para cada momento, una norma inspirada en el amor. El amor no conoce límites. Exige una fantasía creadora». Lamentablemente hay personas que prefieren que se les diga lo que tienen que hacer o dejar de hacer en cada situación en lugar de desarrollar su autonomía. En clave psicológica, puede entenderse como una búsqueda de seguridad, renunciando a la libertad para decidir acorde con la propia conciencia. En estos casos, la persona se mantiene en la inmadurez personal, emocional o espiritual.

Las normas y pautas de actuación legalistas no admiten gradaciones. Todo queda dentro de las categorías de lo correcto o incorrecto, bueno o malo, sí o no, blanco o negro. Dónde existe la gracia, deben darse, necesariamente, zonas grises, matices, lugar para las circunstancias como expuso el teólogo alemán D. Bonhoeffer en su ética de situación.

El legalismo ahoga la libertad cristiana, la gracia la acrecienta. La gracia nos hace libres de los sentimientos de culpabilidad derivadas del incumplimiento de la norma externa o interna, de la conciencia crítica descrita por el psicoanálisis, de las expectativas de los demás, de la presión unificadora del grupo. La gracia nos libra del rencor y nos permite perdonar, nos libra de la motivación de poder para orientarnos al servicio. Es el cumplimiento de las palabras de Jesucristo: «si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres».

D. Taylor señala que el legalismo tiende a la uniformidad, es rígido, exigente, formalista. El legalismo pretende que todos tengamos experiencias análogas de Dios, creamos las mismas cosas y reproduzcamos idénticos tópicos. La gracia nos conduce a la unidad a pesar de la diversidad en el plano personal, teológico y eclesial. La gracia nos orienta a la unidad espiritual en lo fundamental, unidad en la que podemos encontrarnos a pesar de nuestras diferencias. La gracia exige respeto por los planteamientos de los demás y la evitación del juicio.

La libertad siempre comporta el riesgo de su empleo inadecuado; aún así, siempre será preferible la libertad a su ausencia. El riesgo no se minimiza mediante restricciones impuestas por los sistemas religiosos, sino a través del autocontrol personal. La gracia requiere ser conscientes de las implicaciones de las decisiones que podamos tomar. La libertad en la que la gracia nos sitúa no puede ser esgrimida como justificación de acciones contrarias al proyecto de Dios para el hombre. «Mirad que esta libertad no se convierta en un pretexto para satisfacer vuestros deseos», recomendaba Pablo. Actuar de este modo representaría malbaratar la gracia, en afortunada expresión D. Bonhoeffer.

«Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad».

Fuente: Lupa protestante / Jaume Triginé

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