ANÉCDOTAS DE UN PASTOR JUBILADO / por MÁXIMO GARCÍA RUIZ
El muerto es mío
La monja me miró fijamente durante unos segundos y, tranquilamente, sin inmutarse en absoluto, me dijo: “Esa señora ha muerto católica y ha recibido la extremaunción, por consiguiente, será enterrada como corresponde”
(Redacción, 28/05/2024) A la sazón yo fungía como Asistente del pastor de la Primera Iglesia Bautista de Madrid, antes de mi ingreso en el Seminario ubicado en Barcelona. Tendría 21 o 22 años.
El pastor solía estar con frecuencia ausente al compartir su tiempo como presidente de la Unión Evangélica Bautista de España (UEBE), lo cual hacía que, con asiduidad, se me requiriera para atender alguna situación de emergencia entre la comunidad. Estamos hablando de los años 1959 o 1960, es decir, en plena época de la dictadura franquista. Los avisos de las emergencias llegaban al domicilio pastoral y su esposa, por lo regular, ante la ausencia del pastor, me trasladaba el tema para que yo hiciera lo que estuviera a mi alcance.
Un sábado cualquiera recibí el aviso de que una anciana, miembro de la iglesia, había sido ingresada en el hospital y que, al parecer, había fallecido. Era necesario ir al hospital y gestionar los trámites oportunos para el funeral evangélico. Allí me presenté y me recibió una monja, no se si enfermera, jefa de servicio o cual sería su posición. Le tendí la mano cortésmente como saludo. Una vez que le hube explicado quién era y en nombre de quién iba su respuesta fue mirarme con desprecio y esconder su mano como si la estuviera librando de un grave contagio. Puso de manifiesto, sin disimulos, su desprecio hacia la persona que tenía delante.
Planteé, con tanto detalle como pude, el motivo de mi visita. Expliqué a la monja que la Iglesia bautista, a la que pertenecía en vida la difunta, se ocuparía de todo lo referente al entierro, y le expliqué que el pastor de la iglesia, ausente, que ya estaba de regreso, se personaría para proceder en consecuencia.
La monja me miró fijamente durante unos segundos y, tranquilamente, sin inmutarse en absoluto, me dijo: “Esa señora ha muerto católica y ha recibido la extremaunción, por consiguiente, será enterrada como corresponde”. Era una farsa, por supuesto. Se trataba de una persona que llevaba muchos años como miembro de la iglesia bautista y, para mayor escarnio, supimos que había ingresado en el hospital ya sin vida.
Mis protestas resultaron inútiles. Se dio media vuelta, con su actitud despectiva, me dio con la puerta en las narices y me dejó plantado en el vestíbulo del hospital sin más explicaciones. El pastor consideró que era inútil entablar una lucha estéril por un cadáver.
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La historia tiene una segunda parte. Transcurrió una semana justa y, al sábado siguiente, igualmente ausente el pastor, recibo la llamada de rigor con el mensaje siguiente:
La hermana fallecida la semana anterior y su marido (ambos superaban los 80 años), vivían realquilados en una habitación con derecho a cocina (así se denominaba entonces esa forma de vida) y la dueña de la vivienda llamó para decir que se temía lo peor sobre el anciano, ya que hacía muchas horas que no se oía ningún ruido en la habitación y ella no se atrevía a abrir la puerta.
Héteme aquí ante otra situación inédita. Allí me fui sin saber con qué me iba a encontrar y qué podía esperarme. Llegué a la casa. La mujer temblaba de miedo, de impotencia, de superstición. Abrimos la puerta. El espectáculo era impresionante. Me revestí de valor. No podía fallar. Era necesario, por testimonio, hacer frente a la situación.
Una habitación lóbrega. El piso lleno de objetos y restos de comida maloliente, en el que no faltaba una bacinilla con residuos fecales. Sobre la cama, tieso ya, el cadáver del anciano, compartiendo lecho con más residuos de comida y otros desperdicios. Olor fétido que se expandió por toda la casa.
Se había corrido la voz y en ese punto llegó José Luis, otro candidato a pastor, que compartió conmigo las tareas de la mortaja, algo nada sencillo por la rigidez de las piernas y de los brazos, en posición fetal. Alternativamente, uno de nosotros dos se sentaba sobre sus piernas para tratar de estirarlas y el otro intentaba envolverlo con una sábana. El hombre, miembro de la Iglesia bautista, cuyo nombre no recuerdo, murió de pena. Él sí fue enterrado dignamente conforme a su fe.
Autor: Máximo García Ruiz. Mayo 2024 / Edición: Actualidad Evangélica
© 2024- Nota de Redacción: Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.
*MÁXIMO GARCÍA RUIZ, nacido en Madrid, es licenciado en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana, licenciado en Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en Teología por esa misma universidad. Profesor de Historia de las Religiones, Sociología e Historia de los Bautistas en la Facultad de Teología de la Unión Evangélica Bautista de España-UEBE (actualmente profesor emérito), en Alcobendas, Madrid y profesor invitado en otras instituciones. Pertenece a la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Ha publicado numerosos artículos y estudios de investigación en diferentes revistas, diccionarios y anales universitarios y es autor de 31 libros y de otros 14 en colaboración, algunos de ellos en calidad de editor.
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